Tierra de Babel.
Jorge Arturo Rodríguez.
 

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Morir como muere mi pueblo
2016-08-11

Es probable que ninguno de mis fans de exquisitez lectura haya extrañado la publicación de mi colaboración la semana pasada. No anduve de parranda ni mucho menos, simplemente tomándome unos días de descanso, quizá no merecidos pero sí necesarios, como alguien dijo por ahí. Vaya, de vacaciones, pero siendo más preciso de recreo, lo que significa “clase especial de aburrimiento que alivia una fatiga general”, según el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce. Porque como anda la situación económica, no se puede hacer más, digo, al menos nosotros los probes. Tal vez sólo mirar el reloj (esa “máquina de gran valor moral para el hombre, que mitiga su preocupación por el futuro al recordarle cuánto tiempo le queda”, dijera Ambrose Bierce), leer, medio comer, dormir y otras perversidades, bueno, algunos sólo travesuras.


         Y el mundo no para de girar, pero ¿hacia a dónde? Siguen y se acrecientan las injusticias (“De todas las cargas que soportamos o imponemos a los demás, la injusticia es la que pesa menos en las manos y más en la espalda”, escribió Bierce); aumentan las desigualdades y, claro, las desgracias, sobre todo a los que menos tienen. ¿Aumenta o disminuye la pobreza, respetable Inegi y todas las autoridades involucradas? “Riqueza: Los ahorros de muchos en las manos de uno”, dijo Eugene Debs.


         Mientras sigamos siendo felices, esa “sensación agradable que nace de contemplar la miseria ajena”, comentara, ni modo, Bierce. No nos pongamos tristes, tampoco; sólo hay que poner cada quien su granito de arena para ir recuperándonos. La vida, el mundo, México valen mucho. ¿Hay de otra?


 


Los días y los temas


 


En este año, José Alfredo Jiménez cumpliría 90 años. Creo que muchos tarareamos sus canciones. Con tequila o en abstinencia, lo recordamos. Alfonso Arreola comentó: “Cómo no quererlo si su voz tañe las fibras de una memoria antigua, si sobrevive en y por las incongruencias que tanto inquietan a un presente sin futuro; si triunfa líricamente mezclando conceptos antagónicos, dejándolo todo en vilo: campo y ciudad, tristeza y alegría, amor y traición, religión y venganza, machismo y romanticismo.


“Cómo no celebrarlo a noventa años de nacido, si su inmensurable intuición lo convirtió en un escritor transparente, franco y sin engreimientos; en un compositor incansable; en un cantante conectado con la verdad interpretativa (a veces exagerada hasta lo teatral), con la vida sencilla y asequible –atribulada también– de quienes especialmente hoy habitan un México en llamas. Acaso sea su obra uno de los pocos territorios de diálogo y comunión reales; ese caballo que cruza la patria y ante el cual se conmueven por igual los políticos corruptos, los asesinos a sueldo, quienes enseñan y quienes aprenden, las turbas enfurecidas y los empresarios desconectados de la tierra.


“Cómo no aplaudir a José Alfredo Jiménez en este México de diferencias insoportables, cuando se retira públicamente diciendo: “He ganado dinero para comprar un mundo más bonito que el nuestro, pero todo lo aviento porque quiero morir como muere mi pueblo.” Incluso: cómo no odiarlo de vez en cuando, allá tras la montaña del cariño histórico, si su despedida en esa lápida del cementerio de Dolores Hidalgo deja huérfano al sentido, ahora con la enorme tarea de hacer que la vida sirva de algo, pese a que en la alborada, con una copa en la mano y bajo tantas balas, el relámpago de furia lo haga gritar que no, que la vida no vale nada”.


 

 
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