Ante ese panorama queda claro que de poco sirve que existan normas, instituciones, tribunales y todo un complejo entramado legal para dar cauce pacífico y apegado a derecho de la competencia política. Andamiaje jurídico e institucional que cuesta mucho dinero y que costó largos años construirlo para que las elecciones fueran cada vez más confiables, equitativas y transparentes. Que fueran fuente de legitimidad y no de conflicto.
Sin embargo, a la vista del desarrollo de los comicios municipales en nuestro estado y los que se realizaron en otras entidades, destacadamente en el Estado de México, queda de manifiesto la regresión que hemos experimentado en los años recientes en la materia. Hemos pasado del optimismo al desencanto democrático.
Porque una vez concluidas las campañas, donde todos buscan mostrar lo mejor de sí para atraer al electorado, a la hora cero, en el momento de la disputa por los votos, esto es, en los tres días previos a la votación y en la propia jornada electoral, los actores políticos, partidos, candidatos y gobiernos, en su gran mayoría, se trasforman y muestran el cobre.
Queda atrás sin recato ni pudor el discurso del compromiso democrático, de la no intervención en las elecciones, de la legalidad, y se lanzan a una lucha descarnada para ganar al costo que sea. No importa si deban usarse programas sociales, comprar credenciales de elector, amedrentar a ciudadanos y candidatos, usar operativos de reparto de bienes diversos y franca compra de votos.
Todo ellos a la vista de los órganos electorales que son incapaces de frenar esto atrapados en la conveniente reglamentación e hiperregulación existente, donde se acaba turnando todo a la ventanilla de quejas o, en su caso, a las fiscalías y ministerios públicos donde se reciben las denuncias y se investiga con la lentitud debida para que no pase absolutamente nada. Así sucede y abundan las pruebas que acreditan lo anterior.
En consecuencia, gana el que mueve más dinero para comprar voluntades
Ah, pero que tal, una vez pasadas las votaciones y luego de conteos rápidos o programas de resultados preliminares o aun de los cómputos oficiales, todos regresan al papel de celosos demócratas. ¡Ay de aquel que ose cuestionar todo este entramado!
Por ello, quien se aparte del guion oficial será calificado de mal perdedor y de renegar de los ritos democráticos. Será juzgado y condenado severamente por voceros partidistas o gubernamentales, opinadores, intelectuales orgánicos, medios al servicio del poder y sus locutores estrella.
Quien disiente de esos “arreglos” democráticos es disfuncional y merece el rechazo social, pues no tiene cabida en la competencia democrática a la mexicana.
Ese es, sin más, el juego electoral en tiempos de la restauración del PRI en el gobierno federal o del gobierno del cambio en su versión local.
Un juego en el que todos ganan, sin duda, y que funda su éxito en la desinformación, la apatía de la mayoría de la gente que prefiere no salir a votar, en el conformismo o en el embrutecimiento que causa la pobreza en las grandes masas que prefieren vender su voto o canjearlo por una tarjeta o una despensa.
Todo, claro, con sus honrosas excepciones, cuando el hartazgo o la conciencia llegan a ser más fuertes que esos arreglos o esas inercias.
Pero la regla general es clara: las elecciones las han convertido en nuestros juegos del hambre.
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