El 20 de noviembre se cumplirán 45 años de la muerte del dictador español Francisco Franco. Tan pronto murió, España transitó de vuelta a la democracia mediante la restauración de la monarquía y la confección de una Constitución pactada por todas las fuerzas políticas. La transición política española ha sido desde entonces un ejemplo de civilidad política de un país moderno decidido a vivir en democracia.
Pero no hubo juicios, ni políticos, ni jurídicos, ni siquiera propiamente históricos. Siguieron su vida sin sanar las heridas que causó la dictadura y, por eso, casi 45 años después algunas de esas heridas todavía duelen, supuran y huelen mal porque están abiertas. Sin ir más lejos, allá también, como aquí, tienen personas desaparecidas en fosas clandestinas todavía sin descubrir. (Como habrá sido Franco que Javier Duarte se dijo su admirador, ¡Imagínense!)
Apenas el año pasado el traslado de los restos del dictador de un mausoleo de honor mantenido con recursos públicos a una tumba privada, como cualquier difunto normal, fue objeto de un acalorado debate en España. Calles y plazas que hasta la fecha tienen nombres en honor a figuras claves de la dictadura también encienden ánimos entre quienes exigen renombrarlas y quienes las quieren conservar.
¿Se imaginan en Alemania un parque llamado Hitler? Yo tampoco, el mundo tampoco y los alemanes menos.
Algo similar ocurre en Estados Unidos con su todavía más lejana Guerra Civil. Más de 150 años después de acabado el conflicto, la bandera Confederada, símbolo de los supremacistas blancos partidarios de la esclavitud, apenas fue prohibida en instalaciones militares en el 2016 -aunque no ha sido prohibida en todos los demás usos en ese país-. Algunos potentados de la esclavitud todavía tienen estatuas en su honor que insultan a la comunidad afroestadounidense. Tampoco esas heridas están sanadas.
Otro ejemplo: una amarga decepción golpeó a muchas y muchos chilenos cuando el exdictador Augusto Pinochet murió en el 2006 por causas naturales cuando estaba por ser llevado a juicio. La muerte les arrebató la oportunidad de verlo comparecer ante la justicia por sus crímenes, que no eran pocos. Pinochet dejó el poder en 1990, así que tuvieron 16 largos años para llevarlo a juicio y cuando se decidieron era muy tarde.
En México no podemos permitirnos esto. Inaugurada una nueva época en el poder público de la Nación, sería indeseable prolongar años y décadas el ajuste de cuentas, no por revanchismo, sino porque sólo la justicia nos puede dar tranquilidad y la oportunidad de sanar el pasado. Es bien sabido que no hay paz sin justicia y que el pasado no se supera volteando disimuladamente la mirada hacia otro lado, sino conjurando sus demonios.
¿Por qué juzgar a nuestros expresidentes? Porque en un Estado de Derecho moderno es lo que se espera: un juicio justo, apegado a Derecho, que ventile lo que ocurrió, que brinde justicia a secas. ¿Y por qué la consulta? Porque debemos mandar el mensaje contundente, al presente y al futuro, de que la amplísima mayoría de las mexicanas y mexicanos así lo quisimos. El mensaje de que juzgar al pasado fue una decisión popular.
*Juan Javier Gómez Cazarín. Diputado local del Congreso de Veracruz, presidente de la Junta de Coordinación Política. |