En algún lado del país, todos los días una familia se vistió de luto porque su esposo, su esposa, su hijo, su hija, su papá, su mamá, su hermano o su hermana policía murió en manos de la delincuencia. Para sus familias, esas y esos policías no son una estadística sin nombre.
En su mayoría son hombres y mujeres adultos jóvenes, en la edad más productiva de la vida. Todavía tienen vivos a sus padres y madres, y sus hijos e hijas todavía son pequeños.
¿Cómo empezó ese día para ellas y ellos? ¿Desayunaron con sus hijos? ¿Les prometieron que les iban a traer algo? ¿Le dijeron a su esposa o a su mamá que se verían en la noche? ¿Cuál habrá sido su último Whatsapp? ¿Pasó por su mente algún presentimiento? No lo sabremos nunca. Lo que sí sabemos es que esa noche fueron por ellas o ellos al Forense.
Los cadetes que entran a una Academia de Policía no son diferentes a cualquier joven que empieza el primer semestre medicina, arquitectura o licenciatura. Son jóvenes emocionados por iniciar una nueva etapa en su vida, con planes, con sueños personales, con deseos de avanzar en su carrera y mejorar su nivel de vida.
En algún lado del país, todos los días alguien pone una veladora frente a la fotografía de alguna o alguno de esos jóvenes.
Más allá de precisiones jurídicas que podemos hacer –porque las leyes son perfectibles y esa es nuestra chamba en el Congreso-, creo que no podemos mandar el mensaje de que la integridad de las y los policías nos importa poco. No podemos escudarnos en que “es su trabajo”. Ellas y ellos merecen que expresemos con fuerza nuestro rechazo a quienes los agreden por servir a la sociedad y que ese rechazo se refleje, con los ajustes que sean necesarios, en nuestro Código Penal.
Diputado local. Presidente de la Junta de Coordinación Política del Congreso del Estado
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