El Presidente se enfermó finalmente de la Covid-19. Eso estaba predestinado, después de tanto salir y tanto entremezclarse con las multitudes, protegido solamente con su fuerza moral, con sus estampitas de detente y con la endeble suposición de que el virus no existía, sino que era una invención de sus adversarios.
Si es cierta la enfermedad presidencial, le pegó el virus a AMLO, empezó a tener ciertos síntomas y terminó por hacerse la prueba que finalmente salió positiva.
El anuncio hecho a través de la cuenta oficial de twitter del Presidente decía también que se recluiría en su domicilio (una ubicación que desconocía la Secretaria de Gobernación, doña Olga Sánchez Florero, porque en la primera Mañanera que le tocó dirigir dijo que estaba en su domicilio particular cuando se recluyó en el propio Palacio nacional, con todo y esposa e hijo).
Y hasta ahí supimos.
El doctor López Gatell también se recluyó -por cuestiones de seguridad, dada su cercanía física con el mandatario- y desde su claustro ha enviado partes sobre la salud del Presidente, que están llenos de generalidades, que no precisan nada importante y que dejan en ascuas a quienes están preocupados por el estado de salud del jefe de las instituciones nacionales.
La preocupación es natural en un pueblo que quiere saber las condiciones de un personaje que ha sido querido en su momento estelar, pero también por muchos ciudadanos, instituciones y organizaciones preocupados por la conducción del país.
Si cualquiera de nosotros, civiles comunes y corrientes, se enferma, es un lamentable problema personal o familiar a lo sumo, pero si es el Presidente, entonces se convierte en un asunto de Estado, y como tal debe ser tratado.
Eso de que no se dará a conocer el expediente médico de López Obrador ni la evolución de su enfermedad niega el principio de acceso a la información a que tiene derecho todo ciudadano.
¿Cómo está AMLO? Necesitamos saberlo a ciencia cierta.
Ocultar eso, puede ser un delito y es un peligro para la buena gobernanza.
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