Muchos de quienes gobiernan, dispersan una visión cada vez más delirante. Enfadados, acuden permanentemente a descalificar todo lo que no se pliegue a su creencia, a su “verdad”, pues creen que es la única representación del sentir “del pueblo”, generando un ambiente de inflamación social, conveniente para respaldar su narrativa polarizante de amigos y enemigos. Son mensajes reiterados y bien dirigidos, con poca o ninguna verosimilitud, diseñados para crear adhesiones en emociones, no en razones ni en resultados, por eso son respaldados por muchos.
La notoria incomodidad del presidente ante sucesos que sin duda le implican derrotas políticas, pues contienen sus proyectos transformadores, le han puesto en una ruta de enojos que, frente al micrófono, resultan en posiciones y expresiones impropias, claramente evasivas, amenazantes.
Cada vez es más complicado defender la ineficacia de acciones de la administración pública y la tan ofrecida honestidad gubernamental que no existe. Para tal defensa ha sido necesario ocultar como reservados los datos oficiales o maquillarlos hasta la incongruencia.
La opacidad vigente ha dejado de ser sospechosa para convertirse en una certeza de corrupción, lo que los vuelve insolentes, balbuceantes o iracundos ante la falta de argumentos serios y creíbles. Es evidente el agotamiento físico y emocional del tlatoani mientras el tiempo pasa llevándose consigo las expectativas generadas al inicio en muchos mexicanos. Dan paso al alejamiento, al desencanto y el enojo.
La construcción de murallas de intolerancia de ambos lados, de seguidores y contrarios, en las que cómodamente se guarecen quienes no aciertan a criticar y hacer cuestionamientos en el ámbito de la reflexión, desplegando la más cerrada actitud para ejercer la crítica y la autocrítica.
Los comportamientos nuevos y diferentes que se comprometieron, al menos discursivamente en el actual gobierno, sufren el torpedeo diario de informaciones, fotografías, datos, donde se documentan las similitudes de los actuales gobernantes con las arbitrariedades, impunidades y corrupción de los anteriores gobiernos que tanto nos ha dañado como nación. Las diferencias que dicen que existen no son tales, acaso solo haya diferencias para peor; las malas conductas a cada momento se muestran más descarnada y cínicamente.
Lo que claramente se acentúa, es la incapacidad para dialogar desde y con el poder, que a contramano exige subordinación. En medio de nuestros problemas y en la recta final de la administración no se ofrecen alternativas de encuentro para discutir salidas y establecer acuerdos mínimos para los diálogos necesarios.
Prefieren cancelar líneas y dictar órdenes que cierren puertas, “ni les contesten el teléfono” dicen, para qué hablar, para qué escuchar, si la verdad es mía y es incuestionable. Yo tengo la razón y todo aquel que piense o mire diferente es un traidor a la patria. Además, somos mayoría y aquí se hace lo que nosotros digamos, porque al final, ya lo verán, quedará atrás eso de que la ley es la ley.
La intolerancia escala reclamando la anulación de respetos mínimos por más que se invoque el cliché previo a las denostaciones: de siempre del “con todo respeto”. Demasiados adjetivos acentúan discursos que fabrican odios. Esas posiciones que son criticables vengan de donde vengan, pero más aun de espacios que deberían de llamar al recato, al decoro, a la concordia y reconciliación.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
La salud del presidente es razón de Estado y de interés público, ¿no lo entienden?
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