Esta reflexión surge, al observar cómo la fascinación por las herramientas tecnológicas a menudo eclipsa el propósito para el cual fueron creadas. Mariano Ruani, profesor de tecnología aplicada en Baikal, lo ilustra perfectamente: "No marearse con las novedades es probablemente lo más importante que existe hoy en la aplicación de tecnología".
Ruani señala un problema recurrente entre quienes desarrollan o adoptan tecnología: el enamoramiento con el "martillo" tecnológico, olvidando que lo esencial es entender el "clavo", es decir, el problema concreto a resolver o la oportunidad a capturar. Este enfoque, basado en la utilidad práctica y no en la novedad, ha de ser un principio rector del modelo educativo nacional.
El reto es enorme, en 2024, el universo de la IA, experimentó una explosión de herramientas y aplicaciones. En 2025, este fenómeno no hará más que acelerarse.
Las aplicaciones se multiplicarán, y su uso se convertirá en parte integral de nuestras vidas, como ocurrió con las computadoras y el internet. Sin embargo, no basta con saber usar estas herramientas; debemos enseñar a cuestionarlas, adaptarlas y usarlas para promover una sociedad más justa.
En ese sentido, el Humanismo para la Justicia Social demanda una educación inclusiva que cierre las brechas tecnológicas. ¿Cómo lograr que estudiantes en zonas rurales, diseñadores, ingenieros, abogados o médicos puedan aprovechar el potencial de la tecnología sin caer en la trampa de usarla solo por moda?
Los programas educativos que enseñan a profesionales de distintas áreas a aplicar la tecnología en tareas específicas son un ejemplo que seguir.
En este esfuerzo, es crucial evitar el fetichismo tecnológico, no se trata de incorporar tecnología en la educación para deslumbrar, sino de convertirla en una herramienta efectiva para resolver problemas reales. Esto implica enseñar a los estudiantes no solo a usar la tecnología, sino a decidir cuándo no usarla, priorizando el impacto social.
Además, el modelo educativo debe incluir un componente ético. La tecnología, y en particular la IA, plantea preguntas fundamentales: ¿cómo se decide su uso? ¿Quiénes se benefician o son excluidos? Un sistema educativo verdaderamente humanista debe formar personas capaces de responder a estas preguntas desde la empatía y la justicia social.
La tecnología es una aliada, pero no un fin en sí misma. Si logramos formar ciudadanos críticos y comprometidos, capaces de mirar más allá del brillo de la novedad y el individualismo, habremos dado un paso clave hacia un modelo educativo que transforme positivamente a la sociedad. Al final del día, el desafío no es aprender a usar la tecnología, sino aprender a usarla con propósito y sentido social.
*El contenido de esta publicación refleja únicamente mis puntos de vista y no necesariamente los de la institución donde colaboro.
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