La corrupción que sufre el país, de la que Veracruz ha mostrado el lado más oscuro en la última década, puede ser el flanco más pernicioso en los próximos cuatro años, cuando México sufrirá la peor presión económica gracias a lo que ya se perfila como la política del próximo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, contra nuestro país.
Lo primero que puede dañarnos es la promesa de este personaje de afectar las remesas que envían los mexicanos que trabajan en el vecino del norte y que, para 2016, se calculan en unos 27 mil millones de dólares, de las que Veracruz disfruta del 4.3 por ciento, es decir, más de 1 mil 160 millones de dólares que, al tipo de cambio de 18 pesos por dólar, representan cerca de 21 mil millones de pesos.
Estas remesas, que constituyen la tercera fuente de divisas del país y que aportan el 2.3 por ciento del Producto Interno Bruto, podrán ser afectadas a partir del próximo año, en que comienza la era Trump, quien ha prometido frenarlas si México no paga la construcción de un muro fronterizo, con un pago único de entre 5 mil y 10 mil millones de dólares (mdd).
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Y es que Trump ha barajado sus posibilidades entre confiscar las remesas o aplicar un impuesto del 5 por ciento a los envíos, lo que le representaría captar alrededor de 1 mil 300 millones de dólares anuales.
Si a estas medidas, que afectarían al país, pero principalmente a la población más vulnerable que depende de estos envíos, se suman otras que tienen que ver con la negociación e, incluso, la cancelación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, México estará, a partir de 2017, en un duro predicamento, que se recrudecerá si son expulsados entre 2 y 3 millones de mexicanos cuya permanencia en Estados Unidos es ilegal.
Y la más clara alternativa para enfrentar estas nuevas circunstancias, manifestada por empresarios, analistas, grupos sociales y algunos partidos políticos es la de atacar frontalmente, y con medidas radicales, el mayor lastre que sufrimos: la corrupción.
Si supiéramos los altos niveles de corrupción que se han infiltrado en la estructura social del país y su creciente práctica en toda la clase política, sin distinción de siglas o colores, ya podemos identificar en qué podemos mejorar para enfrentar los desafíos que enfrentaremos a partir de enero próximo.
La corrupción somos todos
Actualmente, México es considerado el país más corrupto del mundo. Los hay que nos superan en ese poco honroso ranking, pero son mucho menores en términos del peso de sus economías. Según el Índice de Percepción sobre Corrupción, levantado por la organización Transparencia Internacional, México ocupa el lugar 105 entre 176 países, a niveles parecidos a los de Kosovo, Mali, Filipinas y Albania. De nada nos sirve invocar a los 71 países que se ubican detrás nuestro.
En efecto, la mayoría consideramos a la corrupción como el motor que hace mover al país. La frase “el que no tranza, no avanza”, que se ha convertido en bandera desde hace muchos años, y de la que el PRI no ha hecho sino tremolarla con extremada enjundia y convicción, ha penetrada incluso a los sectores en pobreza y en pobreza extrema, a los que a través de los programas sociales se les ha hecho en mínimos partícipes a cambio del voto.
El propio presidente Enrique Peña Nieto ha considerado a este cáncer como inherente a nuestra cultura.
Por desgracia, a pesar de tantos anuncios espectaculares, el gobierno federal no ha logrado echar a andar el Sistema Nacional de Transparencia; la Comisión Nacional Anticorrupción, que debiera operarla, sigue estando en el tintero, mientras que la Secretaría de la Función Pública ha sido encargada a la exprocuradora general de la República, Arely Gómez, vinculada estrechamente con la empresa Televisa, quien no pudo como fiscal atacar ningún caso de corrupción de los que le fueron presentados por la Auditoria Superior de la Federación (ASF) por el desvío inédito de recursos federales por parte de varios gobernadores, en especial por el prófugo Javier Duarte de Ochoa, quien fue denunciado desde 2012.
En el caso de Veracruz, hasta el momento, no se ha legislado con base en la ley federal, y el único intento fue el pretendido por Duarte en los últimos días de su gobierno, antes de su huida, y con el que buscaba blindarse contra las inminentes y masivas denuncias en su contra por la histórica exacción ilícita de recursos públicos que fueron a dar a más de 100 cuentas bancarias personales tanto de él y su familia como de sus cómplices que hoy siguen sin castigo.
De esos intentos, todavía faltará enjuiciar a los diputados locales del PRI y partidos satélites como el PVEM y el Panal, que fueron cómplices al aprobar infinidad de reformas orientadas a proteger al mayor ladrón que hemos tenido en el puesto de Gobernador de Veracruz.
Según estimaciones del Banco Mundial, la corrupción le significa a nuestro país un costo equivalente al 9 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), es decir, más de 100 mil millones de dólares, aunque el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP) lo calcula en 20 por ciento del PIB, una friolera superior a los 200 mil millones de dólares, con lo que la quinta parte de lo que producimos se va en corruptelas.
Para desgracia nuestra, la corrupción no tiene consecuencias, salvo las que puedan provenir en el caso de la persecución de varios gobernadores, que no es más que una forma de maquillar una intención que no va a fondo. Entre más creamos instituciones que combaten a la corrupción, más caro nos sale a los mexicanos, que vemos engordar a los tres niveles de gobierno, de manera paralela al crecimiento de los montos que se roban nuestros funcionarios, porque la mayoría de los recursos públicos se manejan con absoluta discrecionalidad, y ya se han inventado mecanismos como el de las empresas fantasma.
Si no se combate la impunidad de manera rigurosa, no habrá ningún resultado, y menos si como nación seguimos pensando en que la corrupción es parte de nuestra idiosincrasia y que debemos ejercer con imaginación.
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