Cuando tenía tiempo, me sentaba en el jardín que se encuentra en la esquina de Juárez y Clavijero desde donde admiraba parte de la ciudad. Y de vez en vez escuchaba las imprecaciones de un indigente alcohólico, sexagenario y mugroso que era parte del paisaje.
Un domingo en la tarde el sujeto se levantó de la banca donde estaba recostado, tomó su costal de tiliches y caminó trastabillando hasta pararse junto a mi cuando me disponía a cruzar la calle. En contraesquina, se detuvo un auto del que descendió un hombre de baja estatura, sotana negra y que se cubría del sol con un sombrero. Era don Sergio Obeso.
Algo, que no alcancé a escuchar bien, dijo el indigente sobre la inexistencia de Dios mientras cruzaba la calle Clavijero, al momento en que don Sergio cruzaba la calle Juárez para entrar al arzobispado.
Don Sergio llegó al otro lado de la acera y quedó a unos metros del hombre que se paró en seco. “Buenas tardes, ¿cómo está usted?” le dijo el arzobispo al tiempo que le tendía la mano y le sonreía con beatitud. El tipo no supo qué hacer; entre sorprendido y aturdido extendió tímidamente su diestra mugrosa hacia la del prelado. “Me da mucho gusto saludarlo, que Dios lo bendiga”, le dijo don Sergio.
Y eso fue todo.
Por alguna razón, me quedé viendo cómo se alejaba el indigente hasta que una monja salió del arzobispado y corrió tras él. Le entregó comida, fruta y unas monedas. El indigente se negó a aceptar éstas últimas, pero la insistencia de la monja fue mayor.
Dos meses después y a punto de regresar a México, fui a ese jardín xalapeño. También era domingo, también fui por la tarde y también estaba el indigente. Pero a diferencia de la ocasión anterior, esta vez no estaba ebrio ni mugroso. Por el contrario, vestía ropa limpia, estaba afeitado y se había cortado el cabello. Nada que ver con aquella melena larga, grasienta y pestilente.
Sobre la calle Juárez se detuvo un auto del que descendió un hombre de baja estatura, sotana negra y que se cubría del sol con un sombrero.
El sujeto no esperó a que el arzobispo cruzara la calle. Fue hacia él y lo saludó con una discreta reverencia. Don Sergio le sonrió con beatitud y le tendió la mano. “Buenas tardes, ¿cómo está usted? Me da mucho gusto verlo bien”.
El tipo también sonrió, tomó entre las suyas la diestra del prelado y la besó con un respeto que no hubiera imaginado dos meses atrás.
Casi en susurro le dijo algo al arzobispo que le dio su bendición. El hombre se inclinó, besó otra vez su mano y se alejó.
Siete años después regresé a Xalapa, volví al jardín en domingo y ahí estaba aquel hombre alejado del alcohol y la indigencia. Había hecho migas con otros asiduos a la plaza con quienes jugaba ajedrez.
En alguna ocasión lo vi leyendo a Pérez-Reverte y un día ya no lo vi más.
“Murió de viejo” me dijo uno de sus contertulios. “Tomaba mucho, ¿verdad?” pregunté de metiche. “Uh sí, vaya que tomaba. Bebía desde hace mucho tiempo y se convirtió en un alcohólico al que se le metió el diablo. Pero algo pasó porque hace más de seis años que dejó el vicio y nunca volvió a beber. Dios hizo un milagro con él”.
No dudo que don Sergio fue parte sustantiva del milagro.
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