Vi su cara… no recuerdo nunca un dejo de desesperación, frustración o parecido en ninguna de sus retiradas al ver que no le abría… mantenía esa faz de tranquilidad imperturbable digna de monje tibetano, no importara lo que pasara, que era lo mismo de cada domingo: una puerta cerrada.
Y del “¿Y si respondes a su llamado?” se pasó a la pregunta hecha palabra: “¿Quiéeen?”
–¡Buenos días, señor! Disculpe que le interrumpa en este día, ¿pero tendrá un minuto para hablar del Señor?
Vino a mi mente el chiste mamón de “si hablan del Señor, ¡qué no dirán de mí!” pero me abstuve para responder: “¡Claro!”, mientras quitaba cerrojos y alarma ¡y le abría la puerta al Testigo de Jehová!
–Pase buen hombre, siéntese, está en su casa…
El señor entonces, por primera vez, cambió la apacibilidad de su rostro, por una cara de rareza, estupefacción, sorpresa, extrañeza y sólo alcanzó a decir “gracias” mientras se acomodaba en el sillón.
–¿Le ofrezco un café?– mientras ya conectaba la máquina y empezaba el molino de grano… “Este… sí, gracias… ¿no es molestia?”
–¡N’ombre! ¿Galletas?– Y ya buscaba en la alacena qué teníamos… ¿animalitos? ¿marías? ¿piroulines? ¿pastisetas?
Creo que mi efusividad anfitriónica estaba cargada con un sentimiento de culpa que tenía sorprendido a mi invitado… puse el café y las galletas en la mesa de centro, y me senté. El hombre tomó un sorbo de café y una mordida de galleta que terminó en menos de dos minutos… retiré la taza y el platillo y volví a sentarme frente a él. Le sonreí… me sonrió… asenté con la cabeza y el asentó también. Entonces el silencio se hizo entre nosotros… yo esperaba que sacara su “La Atalaya” o “Despertad!”, pero no… el Testigo de Jehová estaba inmóvil, quieto, y sólo atinaba a verme sin pronunciar palabra alguna, hasta que no aguanté y le pregunté: “¡Oiga! ¿Por qué no me dice nada?”; a lo que él me respondió:
–Llevo varios domingos, varias semanas, varios meses, quizás más de un año, tocando a su puerta, insistiendo, perseverando, haciendo acopio a toda mi tenacidad y paciencia, en espera de que un día alguien se dignara a recibirme y hoy que estoy frente a usted ¡ya no sé qué hacer!
Creo que la historia de este Testigo de Jehová conmigo, es igual a lo que le ocurre a Cuitláhuac García Jiménez, quien pidió una oportunidad por segunda ocasión a los veracruzanos, y ahora, al menos en lo que lleva sentado frente a nosotros, pareciera que no sabe qué hacer…
Por supuesto, la historia del Testigo, es imaginaria; lamentablemente la historia de Cuitláhauc, no.
smcainito@gmail.com
|