De este modo los ofertantes de las reestructuras pudieron seguir ofreciendo tasas fijas y nuevos plazos para pagar, pero sobre cantidades que por estar calculadas de esta forma irían en constante aumento, de tal suerte que -al ser aplicadas a créditos hipotecarios- un día sería mayor el valor de la deuda que el de la propia garantía hipotecaria, o sea la vivienda; tornando la deuda en impagable.
Así al tasar el monto del capital en Udis, se presentaba una forma en apariencia amigable de dar una nueva oportunidad de pago al deudor caído en moratoria, sin embargo, tal solución sería solamente aplazar a través de un nuevo crédito el cumplimiento de la obligación procurándose ante todo la garantía de un pago permanente.
En aquellos años en que todos se sentían identificados y afectados por cobros injustos que de la noche a la mañana habían duplicado la deuda original, los acreditantes comenzaron a buscar alternativas para mantener cautivos a los “buenos pagadores” que con mucho sacrificio no escatimaban esfuerzos para conservar sus casas.
Sin embargo no es lo mismo que en el año de 1995, -precisamente el día 4 de abril- fecha en que comenzaron a utilizarse, el valor de la Udi era igual a un peso, por lo que los clientes bancarios accedieron sin dudarlo a firmar nuevos contratos que a cambio de un nuevo plazo y una segunda oportunidad convertían sus deudas de pesos a udis, creyendo -pues así se los explicaban masivamente- que una udi, valdría siempre lo mismo.
Desconociendo que su valor iría en aumento, siendo a la fecha superior a los 6 pesos, por lo que imagínese los capitales multiplicados a ese ritmo, y encima pagar intereses, y demás accesorias; sin duda una jugada maestra que entre otros fines tuvo desinflar la presión social ejercida por quienes pedían una nueva oportunidad para no perder sus bienes.
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