Tal Cual
Alberto Loret de Mola
 

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De pandemias y recuerdos lejanos.
2020-04-25

En esta época en que abundan las teorías sobre la pandemia, que todos opinamos sobre lo mismo y que desde la vendedora de aguacates tiene una novedosa teoría “es una droga”, hasta  mi hermana Silvia -representante extraoficial del Vaticano en Mérida- quien jura “es cosa del diablo”, optamos por no opinar de nada y menos sobre las estúpidas y fallidas estrategias del gobierno federal, la ausencia del gobernador veracruzano y la exasperante necedad de algunos porteños que siguen paseándose con singular desenfado. Mención aparte merecen las recetas de Donald Trump para que nos inyectemos pinol a fin de matar el virus. Sí escribiremos, desde luego, otro día, sobre la renuncia del empresario y político Ricardo Ahued quien, por razones de dignidad, estrategia y coherencia, dejó la dirección de Aduanas, y se perfila como próximo e inminente gobernador de Veracruz.


 Ahora, querido lector, traigamos hasta nosotros recuerdos e historias añejas, antes que el paso de los vientos los borren de nuestra memoria cada vez más indisciplinada.


 Todas las anécdotas que nos permitiremos contar, transcurrieron entre los siglos diecinueve y veinte, en mi ciudad natal: Mérida, Yucatán, -no siempre- México.


 La tía Dadá.


 La voz ensordecedora del neurótico y aristócrata tío Rafael Mediz Bolio, sonó por toda la casa: “guarden a la dzirits, no la vaya a batir el ‘hatsa há’ y se embrome como hace un mes por culpa de la canícula” (Traducción: metan a su cuarto a Dadá, cierren ventanas y puertas porque hay viento de lluvia y no quiero se enferme). Dadá, por esas absurdas medidas dictatoriales, conoció la lluvia a los quince años y jamás se metió al mar. 


 De pelo rubio, ojos azules, bajita y con bello rostro, Dadá nació, creció y murió en la misma casa. Su única afición eran los velorios. Y estar pendiente cuando el joven lechero de nombre Salvador, dejaba los cuatro litros de “la mejor leche de Mérida”. Su día transcurría entre los gritos del cascarrabias de su padre que maldecía hasta por la salida del sol y la obligaba, mañana y tarde a estudiar literatura e historia. En especial la de la monarquía, por lo que despertó en ella algunas fantasías sobre su alcurnia y los príncipes azules. Sin embargo, tras dos o tres años de irse acercando al lechero, se acercó demasiado y tuvieron un noviazgo discreto y no autorizado hasta que amenazó con fugarse. La boda de Dadá con Salvador borró de golpe y porrazo los sueños familiares de pertenecer a la nobleza y hubo de conformarse con lo que producían una docena de vacas cebú en las afueras de Mérida. 


 Desde niña, a la tía Dadá le dio por rezar y como su casa estaba enfrente de la funeraria Poveda, consiguió que su padre, entre berrinches y pataletas, la dejara ir a las misas de muertos, sus favoritas. Cuando veía Dadá que había movimiento en la funeraria, mandaba alisar (planchar) su vestido negro, y cuando ya estaba el lugar repleto de dolientes, y siempre acompañada de una muchacha de confianza, cruzaba la calle y entraba con cara de huérfana a enterarse quién era el difunto. Le gustaba sentarse junto al ataúd y hacía un análisis de “la clase de gente” que la rodeaba de acuerdo al modelo del cajón. Sabía todo de estos, desde la calidad de la madera hasta los adornos. Tras acariciar los herrajes y sentir la madera, se levantaba y se marchaba si no era “de altura”. Si por el contrario era de cedro o caoba, se montaba en drama doliente hasta lograr que le dieran el pésame. Sólo el padre Ávila le llamaba la atención: “eso que haces dadaita no esta bien”. Ella bajaba la cabeza y se daba la vuelta. Antes de irse, se acercaba a los cirios y les arrancaba, disimuladamente, un pedazo de cera derretida que se metía a la boca y masticaba hasta poder tragarla. El problema lo tenían sus papás porque la niña sufría de estreñimiento constante que sólo se quitaba tomando aceite de ricino. Dárselo era una tragedia dado que ésta se negaba, hasta que entre las muchachas la sujetaban en el piso y le tapaban la nariz y, al abrir la boca, se tragaba, contra su voluntad, el asqueroso remedio. 


 Dadá, sólo vistió de tres colores en toda su vida: blanco para la casa, gris pasa salir y negro para los velorios. Jamás su padre, terco y malhumorado, le permitió vestir de otro color por ser “provocativos”.


 Para su noche de boda, Salvadorito, después de recibir tres bastonazos de su futuro suegro, nomás porque sí, fue instruido, en cónclave familiar, con la presencia del cura y sin la asistencia de Dadá, desde luego, sobre cómo debería llevar la intimidad. Ella, junto a mi santa abuela y su madre Trinidad, bordaban afanosamente sobre una sábana de lino, una cruz de carabaca que al centro llevaba un pequeño orificio para las labores de varón. En tanto, en la gran biblioteca de quien fuera gran escritor y poeta, sentenciaban a quien, un tanto por desprecio, apodaron ”chavita”: tras la boda, debes ir a la sagrada recámara nupcial y tocar educadamente tres veces hasta que Dadá te conteste. Dirás, “soy tu marido y en el nombre de Dios, te pregunto si puedo pasar a cumplir con mi deber cristiano”. Ella te contestará si está preparada y deberás respetar el pudor y nuestras buenas costumbres y ¡cuidado con retirar la sábana, recuerda que la bendijo el obispo!


 La boda, con lo más granado de la sociedad yucateca, incluyó un banquete de ocho tiempos, música con un solitario violinista que rondaba el centro de Mérida tocando a cambio de propinas, y dos secciones de mesas separadas: adelante para los invitados de la novia y atrás, en el fondo del patio, para los parientes del novio, grandes bebedores que dieron la nota con sus risas descontroladas por la borrachera que se pusieron, sin recelo alguno, con el aguardiente que ellos mismos llevaron.


 A las nueve de la noche todos los invitados se retiraron y los papás de Dadá se recluyeron en sus recámaras, mientras la novia corrió a encerrarse en su habitación con dos muchachas que le ayudaron a desvestirse, parcialmente, y acomodarse bajo la almidonada sábana de la “consumación”. 


 Salvador se vio solo, en el patio, sin saber qué hacer hasta que, una muchachita de servicio se le acercó discretamente y le dijo: le están esperando don Chavita. 


 El viento corría fresco. Salvador se dirigió a la habitación nupcial. Los ruidos de la desvencijada veleta ocultaron, discretamente, los ruidos, pláticas, gemidos y llantos, la esperada noche en que, finalmente, la tía Dadá se convirtió en mujer.


 

 
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