-¿Usted es mexicano?-, me preguntó un buen día a mi regreso a México en un avión militar luego de asilarme en la embajada de México en Nicaragua por estar amenazado de muerte por las guardias blancas de Somoza.
-Si señor-, le respondí.
-Entonces ¿qué carambas hace usted en la guerrilla?-, me preguntó de manera severa acompañada por el peso de una mirada insostenible.
Don Fernando Gutiérrez Barrios, al final del mandato presidencial de José López Portillo, saldría a dirigir Caminos y Puentes Federales, un exilio dorado en Cuernavaca.
Todos pensaban que era el fin de su carrera política.
Desde ahí, sin embargo, pavimentó el camino a Xalapa a donde llegó un primero de diciembre de 1986 para gobernar los siguientes dos años y de ahí brincar a la antesala de la Presidencia, la Secretaría de Gobernación.
Sin embargo, la mediocridad, el recelo, acaso envidia y coraje de los cercanos al presidente Carlos Salinas, impidieron que llegara al máximo cargo de elección popular.
Lo que siguió fue el despido, un secuestro y su intempestiva muerte.
Para el recuerdo quedaría, sin embargo su legado. Sus enseñanzas. El respeto a la disidencia y su afán visionario que lo haría prever la alternancia y el fin de la era del poder vertical con el advenimiento del nuevo siglo.
Y para Veracruz ese enorme legado.
Recuerdo su oficina en Palacio de Gobierno. Grande, sobria, con muebles de cuero y acompañada de los tres símbolos de la república: bandera, escudo y presidente.
Una estatua de cuerpo entero de bronce de no menos de medio metro de don Benito Juárez lo acompañaba del lado derecho –visto de frente- a un lado de su escritorio.
Siempre de traje y corbata “a la institución hay que servirle y respetarla” y siempre tan puntual “hay que ser respetuoso del tiempo de los demás en la misma proporción al tuyo”, y hombre de palabra, nunca medio escrito en el cumplimiento de sus compromisos.
No era diestro para el baile, ni cantaba, pero gustaba de silbar y escuchar la música jarocha, en particular “Veracruz”, de Lara. Y para la comida, lo mataban las manitas de cangrejo y el zacahuil.
Gustaba leer a Maquiavelo y “Las enseñanzas de Don Juan” y para los ratos libres a Boudelaire y su dogma de fe era el juramento Yaqui, que no era otra cosa que el compromiso de sangre que debería asumir todo gobernante.
“Para ti no habrá sol, para ti no habrá muerte, para ti no habrá calor, ni sed, ni hambre, ni lluvia, ni enfermedad, ni familia. En el puesto que has sido asignado te quedarás en la defensa de tu nación, de tu gente, de tus costumbres y de tu religión”.
En realidad con Don Fernando, trabajaban muchas horas sobre todo al arranque por tanta inseguridad pública. A veces nos amanecíamos, pero satisfechos. A todos nos hacía participar. De todos recogía con respeto nuestros puntos de vista.
Siempre fue un caballero y nunca dejó de recibir a nadie. Gobernaba con mano firme y guante de terciopelo. Recorrió de punta a punta Veracruz atendiendo demandas y observando que se cumplieran los compromisos públicos.
Con los presidentes municipales siempre llevó una muy buena relación, algunos incluso fueron amigos de vida como el caso de Ramón Ferrari, Gerardo Po y Sammy Hayeck, pero cuando había que apretar enviaba a Dante o a Ojeda y si había que apretar más –por temas de corrupción- a Luis de la Barreda.
Nunca le tembló la mano –ni las corvas- para imponer su autoridad.
Siempre respetuoso de la división de los poderes, siempre atento a los temas de la salud y seguridad, respeto a la prensa y no permitir la corrupción, menos el nepotismo.
-Nunca meta la mano al cajón y menos guarde para sí el dinero de los periodistas-, me dijo un día.
-Si necesita algo, venga conmigo y lo resolvemos juntos-, me insistió un par de veces.
Y sí. Un día en la alborada de su gobierno decidí avecindarme en Xalapa y comprarme una casa.
-Le recomiendo mejor –me dijo socarronamente- sea en el Distrito Federal porque tal vez no nos quedemos todo el sexenio-.
Y así fue.
Al paso de los años en su casa de San Jerónimo, un día me dijo que en su fuero interno siempre deseó quedarse en la gubernatura los seis años: “ahí tienes todo: alegría, riquezas naturales, cultura, variedad gastronómica, eres dueño de tu tiempo y como dice la canción Veracruz sabe reír y cantar”.
Gutiérrez Barrios nunca dejó solo a Veracruz.
Amigo del presidente Miguel de la Madrid sacó autorización y dinero para traerlo y traducirlo en obras. Aliado del Secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas, a quien lo vio a futuro como Presidente, lo comprometió con las 20 obras más importantes que realizó en los dos años de su gobierno.
Ese fue don Fernando, un hombre querido y respetado por su pueblo.
Un político que cada vez que iba al puerto acudía a saludar a la que vendía chicles y caramelos atrás de Palacio, o estrechaba la mano fuerte del “Juanote” cuando salía a caminar por las calles de Xalapa o a saludar a la gente, mucha, muchísima gente cuando se cruzaba de Palacio a tomar a “La Parroquia” donde degustaba un lechero, canillas y nata.
Un político de carne y hueso que tenía muy claro que la política no era para improvisados, menos para improvisados soberbios.
En solo dos años, don Fernando transitó de gobernador a hombre leyenda.
Tiempo al tiempo.
*El autor es Premio Nacional de Periodismo
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