Ruizcortinadas.
Gustavo Adolfo Iram Ávila Maldonado.
 

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Cuando me convertí en caníbal
2016-10-25

Hace unos días vi nuevamente la película Hannibal, que es una zaga de El Dragón Rojo y El Silencio de los Corderos, basadas en una novela de Thomas Harris, interpretadas por el laureado actor inglés Sir Anthony Hopkins (que ganó un Óscar por esa película) que hace una extraordinaria recreación del personaje principal, el sanguinario e inteligente asesino Doctor Hannibal Lecter.
En El silencio de los corderos, la bellísima Judy Fuster interpreta el papel de la detective Clarice Sterling, que se acerca al doctor Lecter para que la ayude a descubrir al asesino serial Buffalo Bill, que a sus víctimas las despojaba de su piel para hacerse su propia vestimenta, tratando de ser su propia madre, Judy, al no aceptar el ofrecimiento del mismo papel para las siguientes películas de la zaga,  es sustituida por Julianne Moore.
Al final de la película Hannibal, la bella detective Clarice, para que no escape, logra esposar a su mano al doctor Lecter, y este, después de darle un beso en los labios, corta su propia mano para escapar de la Policia, (difiere del final de la novela, en la que Lecter enamora de manera ortodoxa a  Clarice y ambos se fugan para vivir en Argentina) repito, el final es impactante pues Lecter captura al detective Paul Krendler (Ray Liotta) y guisa en mantequilla sus sesos, que ambos degustan.
Este final me recordó una experiencia que tuve hace algunos años. Al salir de la preparatoria ingrese en la Facultad de Medicina, así que me fui a Veracruz y me hospedé en una casa de pupilos (así les llaman en Veracruz) a dos cuadras de la Facultad. La Señora Ramirez nos atendía a todos los estudiantes que éramos sus pupilos, la mayoría estudiábamos medicina, un compañero llevo la mitad de un cerebro humano para realizar una tarea, lo guardo en el refrigerador, esa noche llegó la hija de la dueña de la casa y cuando vio el cerebro creyó que eran unos sesos, rápida y comedidamente preparo unas quesadillas y nos llamó para cenar, debo reconocer que estaban deliciosas, fue hasta el otro día que nos enteramos que el cerebro que llevó el compañero se habían servido en la cena.


 


 

 
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