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Malena decide ser eterna: Editorial Vuelta a la Página


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Agencia loseditores.com
2017-04-05  
09:27

Escribir y leer, no son solo recursos de la cultura sino que son espacios de expresión que nos permiten potenciar nuestras habilidades para la vida ya que podemos trabajar el propio mundo interior y la comunicación interpersonal, es por ello que compartimos el cuento del escritor argentino Fernando Tranfo, del libro Melancólicos Anónimos "Malena decide ser eterna" ya que en el mismo, si bien la melancolía está en carne viva, se vislumbra cómo el sufrimiento puede y debería ser una experiencia vital y no un padecer que hay que abolir con la muerte. 

Este cuento es una oportunidad para hablar con los adolescentes acerca de cómo gestionar la vida emocional ante el dolor aportando caminos superadores. Aquí lo presentamos:

MALENA DECIDE SER ETERNA

Alentada por el olor a lluvia y los amables colores de una tarde, Malena decide ser eterna. 

Primero procura destruir todos los relojes que hay en su casa. Pero el martillo es detenido a mitad de camino por una intuición: Malena siente que la destrucción es un acto equivocado, apasionado, una forma de agigantar, dignificar, martirizar al objeto que se quiere ignorar. 

Entonces opta por algo mejor: pone los relojes a cualquier hora, les agrega agujas, los ubica cabeza abajo, les saca algún número, les dibuja letras. Malena ha decidido algo mejor que destruir al símbolo del tiempo; quiere escandalizarlo, burlarlo, reducirlo al absurdo. 

Enseguida arremete con los almanaques: pone almanaques de cualquier año, marca en ellos fechas al azar, reemplaza los números por dibujos, le tira perfume a los feriados. Inventa efemérides incontaminadas de tiempo, por ejemplo: «El día internacional de la casualidad», «La semana de la esencia» o «La fiesta nacional de lo posible».

Luego (Malena no estaría de acuerdo con que use la palabra «luego») adviene lo más arduo: lo cotidiano, lo fáctico, lo real. Puestos los principios simbólicos de la eternidad, resueltos algunos rituales básicos, queda aún la verdadera, la decisiva prueba: enfrentarlos a las minucias cotidianas, al imperio de lo efímero, a la dictadura de lo sucesivo. Allí Malena sufre un pequeño desliz y se deja torcer el brazo por la tentación mística: piensa en retirarse a una montaña, hospedarse en un monasterio, internarse en una selva. Pero superada esa ráfaga, pronto advierte que esas fugas espirituales son recursos de cobardes, manotazos de profetas de juguete. 

Claro que cualquier idiota se puede sentir eterno mientras mira el mar, escala una montaña, observa los mil colores de una selva o vocaliza un mantra con el Tibet detrás. Pero la verdadera batalla hay que ganársela al tiempo en su propio terreno, allí donde todos corren y se empujan, donde las cirugías reinan y los gimnasios se levantan como catedrales, donde los diarios de ayer son momias y las torres de municipalidad se obstinan en recordarnos nuestra condición de ríos de Heráclito. 

Así Malena, luego de un período (Malena no aprobaría la palabra «período») de aguda reflexión, logra establecer tres posibles campos donde iniciar su verdadera guerra: el lenguaje, la historia y las costumbres.

Primero, pues, fue el lenguaje. Malena se cuidó obsesivamente de no usar en sus frases otro tiempo verbal que no fuera el presente, o bien, como en su relación con los relojes, de combinar los verbos hasta el mamarracho absoluto: «La semana pasada, si puedo, me pego una vuelta», decía, o «El próximo verano, ni loca fui a Necochea». Si alguien por la calle le preguntaba qué hora era, Malena contestaba: «Todas», «La que usted quiera», «La hora exacta» o «La misma de siempre». Cuando se despedía de alguien, sorprendía con otro prodigio: «Chau, nos vemos ahora». 

Segundo, la historia. En efecto, si el tiempo es la más tramposa de las ficciones, la postulación de la historia es la primera y la más idiota de todas las teorías. Malena trataba de hacer patente este absurdo. En los bares, por ejemplo, empezó a ser común oírla comentar como quien comenta la noticia del día: «Qué me dicen de Calígula… estos políticos son una manga de chantas...». Por las noches, aerosol en mano, escribía en las paredes grafittis atemporales: «Napoleón, amargo, cómo corriste en Waterloo», «Atila, cagón, te espero en el pasto». 

Por último, las costumbres. Malena sabía que su verdadero desafío, el que al cabo decretaría su victoria o la victoria del tiempo, estaba en la convicción para transformar cada pequeño acto de su vida en una pequeña eternidad. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo sobreponerse a un mundo hecho, o mejor dicho, deshecho por el tiempo? ¿Cómo sobreponerse a las tradiciones, a los rituales, a las rutinarias acciones que siempre presuponen un pasado como memoria y un futuro como esperanza? Malena, minimalista y artesanal, trató que no se filtrara en su vida de todos los días la más ínfima mancha de tiempo. Era común, por ejemplo, que pautara citas en determinados lugares pero negándose rotundamente a decir cuándo. Más una vez se intoxicó, desatendiendo la fecha de vencimiento de ciertos alimentos. «Qué es una descompostura al lado de la salvífica, narcótica sensación de que las fechas son símbolos sin sentido» afirmaba segura y doblada por furiosos espasmos. 

Hubo también, desde luego, una tarde de casi revelación: hablo de aquella en que, entre el olor a hojas de otoño quemadas y mientras acariciaba a un gato dormido, Malena creyó diluirse en los sonidos de «Viernes 3AM», alcanzando un grado de paz atemporal.

Malena, como era esperable, comenzó a ser expulsada de diferentes trabajos, bajo la inevitable y vulgar acusación de llegar tarde. Pero frente a la fría lógica de los mercaderes, su argumentación para defenderse era fina, alada y noble: «Ah… eso de `llegar tarde´ es tan rudimentario, y está tan lejos de lo que soy y creo... 
Las personas no llegan ni se van... simplemente aparecen o desaparecen. Estar o no estar es un problema que sólo compromete al espacio. Pero bueno, la culpa es mía... Hamlet, seguramente no hubiese trabajado en esta oficina de mierda...». Un último gesto laboral de absoluta coherencia le hacía abjurar de las indemnizaciones, pues consideraba un absurdo total que alguien fuera reconocido por el tiempo que pasó en un lugar. 

Una tarde, mientras miraba jugar fútbol a unos niños, sintió frente al espectáculo una especie de pequeña síntesis de su búsqueda: «Qué maravilla… Juegan por cantidad de goles, no por cantidad de minutos; acumulan gloria, belleza, alegría, no períodos... aprovechan el espacio sin el tiempo». 

Hay que decir que Malena nunca buscó el fácil auxilio en la filosofía, es decir, no intentó crear ni apoyarse en teoría alguna que le sirviera de respaldo teórico para sus extrañezas. No le interesaban los argumentos a favor de la eternidad del alma porque en verdad, ella no creía que los humanos fuesen eternos sino que, si se lo proponían, podían serlo.

La supuesta invención de la «máquina del destiempo», un curioso aparato que permitía a las personas aislarse de lo sucesivo, y que según algunos se parecía sospechosamente a un inodoro, marcó el inicio de un oscuro período de acentuadas y acaso exacerbadas actitudes, que incluyeron desde la apropiación de documentos ajenos para borrarles la fecha de nacimiento hasta la profanación de tumbas, a las que les borraba las dos fechas fatales. 

Hoy la pude ver con una perpetua mueca de paz tallada en el rostro, tirada en un plaza cualquiera, absuelta de memoria y esperanza, mirando al sol junto a un perro, cumpliendo por fin su viejo deseo (ella no estaría de acuerdo con la palabra «viejo»).

 
 
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