Pero cuando uno voltea a ver lo que sucede en México, dan a ganas de ponerse a llorar. Aquí pasa exactamente todo lo contrario. La corrupción se premia, incluso se aplaude y se promueve como una vía para alcanzar el éxito político, económico y social.
De nueva cuenta, el caso Odebrecht es una referencia obligada. A diferencia de lo sucedido en Brasil o en Perú, en México no ha pasado nada, a pesar de la evidencia de la implicación directa en un millonario soborno de Emilio Lozoya, quien en 2012 formaba parte del equipo de campaña de Enrique Peña Nieto y luego fue nombrado director de Petróleos Mexicanos, desde donde otorgó jugosos contratos a la firma brasileña.
En otro país, eso habría acabado con el encarcelamiento de los involucrados y el derrumbe de un gobierno. Aquí, con hacer mutis bastó para que el caso se congelara. Nadie investiga. Nadie se mueve. Nadie rinde cuentas. Nadie paga por lo que hace.
Eso no es lo peor. En México el sistema castiga a quien exhibe las irregularidades y las corruptelas. Si es periodista, lo amedrenta, lo coopta o lo mata. Si es un funcionario, como es el caso de la ex directora de Auditoría Forense de la Auditoría Superior de la Federación, Muna Dora Buchahin –quien investigó y documentó los millonarios desvíos de recursos en dependencias del Gobierno Federal que fueron periodísticamente conocidos como la “Estafa Maestra”-, lo expulsa, lo humilla, lo amenaza y quizás, hasta proceda judicialmente en su contra.
La impunidad se mantiene como el factor común por medio del cual el sistema se protege y se blinda, sin importar qué partido gobierne en cualquiera de sus tres niveles.
Por eso, ni soñar con que en México suceda algo similar a lo que pasó en España. No con esta clase política inmunda.
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