El 13 de mayo de 2019, el mismo Consejo Universitario General aprobó un anteproyecto de Ley Orgánica de la UV que fue enviado al Congreso del Estado, donde no rindió fruto alguno entre otras razones, por la manifiesta incapacidad e improductividad de la LXV Legislatura local.
Antes incluso, en el Congreso estatal se había presentado una iniciativa de reforma a la Ley Orgánica que resultaba todo un despropósito, pues lo que pretendía vulneraba la autonomía universitaria y por lo que fue finalmente retirada. Pero entonces, ni una ni otra propuesta fue abordada por los diputados locales, que prefirieron “congelar” el tema.
El asunto ahora es que lo que se busca presentar a los consejeros universitarios es un nuevo anteproyecto de Ley Orgánica, que como se indica en el referido punto 7 del orden día de la sesión del viernes venidero, contempla adecuaciones a la iniciativa originalmente presentada para “armonizarla” con la Ley General de Educación Superior.
Esto implicaría que de nueva cuenta se enviara al Congreso estatal una iniciativa de Ley Orgánica de la UV. Solo que en condiciones radicalmente distintas a las de 2019. Especialmente en materia política.
Por principio de cuentas, a la proverbial improductividad y probada incompetencia de la LXV Legislatura veracruzana para procesar los temas que son de su responsabilidad (hacer leyes), habría que sumar el hecho de que los diputados locales van de salida y es totalmente incierto en este momento el derrotero que tomará la configuración de fuerzas tras las elecciones del próximo 6 de junio.
Sacar adelante un proyecto como una nueva Ley Orgánica de la institución pública de educación superior más grande e importante de Veracruz requiere, entre otras cosas, de amplios consensos y negociación política. ¿Con quién se intenta negociar qué, si la correlación de fuerzas se modificará invariablemente tras los comicios?
Si lo anterior no fuese un problema lo suficientemente complejo de salvar, la propia Universidad Veracruzana entrará en breve en su fase de renovación de autoridades, lo que conlleva de manera natural un descenso en las capacidades de la actual Rectoría para procesar incluso los acuerdos mínimos. No digamos los de mayor envergadura, como lo son los necesarios para dotarse de nuevas reglas generales para su vida interna.
Esta intentona de objetivos nada claros expondría a la UV a las veleidades de unos diputados sin representatividad política real para el momento que discutieran la iniciativa, los cuales además han demostrado fehacientemente su ausencia de compromiso con causas que no les reditúen algún beneficio. ¿A cambio de qué sacarían adelante el proyecto de la Rectoría?
Y eso lleva a la otra arista: intentar cambiar las reglas del juego dentro de la UV exactamente en la víspera de la sucesión rectoral, en la coyuntura de un régimen que busca apropiarse rabiosamente de todos los espacios posibles de poder, podría llevar a la institución a una crisis de proporciones aún inimaginables.
La elección de Sara Ladrón de Guevara hace ocho años como rectora supuso un acuerdo salomónico para evitar que la UV cayera en las garras del porrismo que no tuvo reparo en salir de la atarjea. Ojalá prive la misma altura de miras.
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