El Estado mexicano ha sido completamente rebasado por una crisis que sin duda no es nueva, pero que ha abordado exactamente de la misma manera que en el pasado no tan lejano: evadiendo su obligación de garantizar el derecho a la libertad de expresión, ignorando los reclamos y advertencias que pudieron evitar los atentados y todavía peor, criminalizando y revictimizando a los periodistas muertos.
Es exactamente lo que pasó con los asesinatos de Yesenia Mollinedo y Sheila Johana García este lunes en el municipio de Cosoleacaque, al sur de Veracruz. A través de reporteros afines (esos sí, verdaderos sicarios de la información) la policía del gobierno de Cuitláhuac García (entre ministeriales y elementos de Seguridad Pública que tomaron el control de la escena del crimen) filtró el supuesto “hallazgo” de instrumentos con los que se consumen drogas químicas duras, mismos que habrían “encontrado” en el auto en el que se transportaban las comunicadoras al momento de ser ejecutadas. Como si cualquiera anduviera por la vía pública cargando pipas con residuos de sustancias prohibidas. Y sobre todo, como si eso probara que “se lo merecían”, que “andaban en malos pasos” o que tendrían algunas “relaciones peligrosas” antes de realizar cualquier investigación.
La verdad es que lo que hizo el gobierno de Cuitláhuac García fue una calca, una copia exacta de los “métodos” que usaba su antecesor Javier Duarte de Ochoa: buscar (o sembrar) cualquier indicio, rastro o sombra de duda sobre la honorabilidad de las víctimas, con el objetivo de no investigar nada y cerrar los casos lo más pronto posible. Y de preferencia, concluyendo que el homicidio se cometió por causas ajenas al ejercicio periodístico.
Lo hicieron ya con el caso de José Luis Gamboa, el primer periodista de este año en ser asesinado en la ciudad de Veracruz, y sobre el cual la autoridad ya resolvió que lo mató un sobrino por cuestiones “familiares”, mientras la madre del ahora imputado acusa que es un chivo expiatorio.
La descomposición en Veracruz es solo un reflejo de la que pudre a todo el país. En Sinaloa ronda la sospecha de que autoridades de alto nivel están implicadas en el asesinato de Luis Enrique Ramírez, cometido la semana pasada, con la anuencia además del grupo delincuencial que manda en aquella entidad.
En el caso de Cosoleacaque, un reportero amigo de la directora de “El Veraz” relató en el noticiero radiofónico de Azucena Uresti que “Yessenia Mollinedo, aproximadamente hace una semana, platicaba a un compañero vía mensajes que estaba preocupada, había un tema aparente de extorsión (...) ella quería conseguir el número telefónico del Tercer Batallón (militar), aquí en Minatitlán. Quedó en que íbamos a tomar un café porque no quería platicarlo”. Ya no tuvo tiempo de hacerlo.
Con 35 asesinatos desde diciembre de 2018, 11 de éstos en lo que va de este 2022, este sexenio se perfila como el más mortífero para los periodistas mexicanos en toda la historia. Queda claro que la estrategia del Estado mexicano para “proteger” periodistas es un rotundo y aparatoso fracaso, que se adereza con las injurias que el propio presidente Andrés Manuel López Obrador profiere contra todo periodista que le resulte molesto, que lo critique o que simplemente difunda algo que lo haga ver mal o lo contradiga. Ataques directos que a lo que llaman es a la violencia, a la agresión y a la muerte. Porque seguro “se lo merecía”.
Nada ha cambiado en México y el actual régimen no es diferente en nada. A lo sumo, en su cinismo, que es gigantesco. La masacre de periodistas continúa.
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