No fue el caso. En Tamaulipas, donde se registró el más alto nivel de participación ciudadana, salió a votar 53.31 por ciento de la lista nominal de la entidad. Y de ahí, todo fue cuesta abajo. En Durango, el abstencionismo fue de casi 50 por ciento; en Hidalgo, superó el 52 por ciento; en Aguascalientes casi llegó a 55 por ciento.
Los casos más graves se presentaron en Quintana Roo, donde la abstención prácticamente llegó al 60 por ciento, y en Oaxaca, donde superó el 61 por ciento. Aunque en el caso de esta última entidad, influyó la devastación que dejó a su paso el huracán “Ágatha” días antes de los comicios y que incluso provocó enojo en algunas zonas afectadas, donde los damnificados reclamaron cómo era posible que llegara sin contratiempos el material electoral y no la ayuda humanitaria. Y a pesar de lo cual –valga señalar- votaron por Morena, partido que apoyó la desaparición del Fondo para Desastres Naturales (Fonden).
Con esos niveles ínfimos de participación, la legitimidad de varios de esos próximos gobiernos será endeble, cuando no severamente cuestionable, pues no cuentan con una base real de apoyo popular que les dé soporte a la hora de enfrentar los múltiples y graves problemas que implica cualquier ejercicio de gobierno.
El principal saldo de la elección de este domingo es la certeza de que partidos y candidatos, en general, no le están diciendo nada al electorado. El PRI va en caída libre y en proceso de desaparecer en el corto plazo ante su suicida negativa a refundarse y, en cambio, reciclar más de lo mismo y de los mismos. La asociación de su nombre con la corrupción provoca un rechazo casi en automático del que parece imposible disociarlo. Peor aún, cuando sus líderes actuales corroboran que siguen siendo iguales, que no entendieron nada.
El PAN se sostiene como la principal fuerza opositora, pero debilitado por sus propios conflictos internos y por su incapacidad para trascender políticamente más allá de sus bases, limitadas a ciertos segmentos socioeconómicos e ideológicos que no lo hacen ver como una opción socialmente incluyente. El PRD prácticamente desapareció y vive de “prestado”, mientras que Movimiento Ciudadano lucra con el discurso opositor, mientras le sirve al régimen.
Morena parece vivir su “momento de gloria” gracias a la figura de su líder político, el presidente Andrés Manuel López Obrador, y sus programas clientelares. Pero cuando aquél deje de figurar en el escenario público, se conocerá el verdadero nivel de aceptación de un organismo que no funciona como partido, sino casi como una secta en la cual no hay posibilidad de expresar disensos ni opiniones que se aparten del “dogma” de la “infalibilidad” del dirigente.
Lo cierto es que en su carrera de regreso al pasado, el lopezobradorismo ya logró la restauración de un sistema neohegemónico a nivel territorial y regional. Y lo más irónico es que lo ha hecho reclutando, postulando y coaccionando priistas. Si no lo cree, revise la biografía de los candidatos que contendieron en las elecciones del domingo y cheque a qué próximos ex gobernadores les ofrecerán cargos en la administración federal o en representaciones diplomáticas.
Al final del día, el priismo no se crea ni se destruye. Solamente se “transforma”. Nomás que en color guinda.
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