Por el contrario, los indicadores en materia de salud, de educación, de crecimiento económico, de derechos humanos, de democracia, de libertad de expresión, de rendición de cuentas y principalmente de seguridad muestran retrocesos alarmantes, algunos incluso históricos, de un gobierno manejado con las vísceras, con miles de prejuicios y con un sentido paternalista y patrimonialista que ya ha fracasado en un pasado al cual están llevando aceleradamente al país con reformas retrógradas y autoritarias.
La reforma militarista, junto con la que desmantela al Poder Judicial de la Federación, son las más regresivas de todas las enmiendas legales impulsadas durante el sexenio que fenece y cuyo objetivo no es garantizar la seguridad, la paz ni el acceso a la justicia para la población, sino establecer un control férreo, absoluto y autoritario sobre la vida pública y hasta la privada de las y los mexicanos. Y si bien –todavía- no puede afirmarse que se ha establecido una dictadura en México, los factores que las distinguen se asoman cada vez con mayor temeridad.
De contar con un sistema electoral que llegó a verdaderamente brindar certeza sobre el respeto al sufragio ciudadano y que costó décadas, vidas y mucha sangre construir, con el obradorismo se ha retrocedido de nueva cuenta a organismos cooptados por el poder, que conceden mayorías que no otorgaron las urnas y que fueron incapaces –si no es que cómplices- de frenar la oleada de ilegalidades que marcaron y mancharon la última elección, ilegítima de origen y que en ese pecado, llevará la penitencia.
La restauración autoritaria hacia –por lo menos- un sistema de partido hegemónico más sofisticado que el de la época priista lleva a una inevitable reducción de los márgenes para la libre manifestación de la pluralidad de ideas. Pensar diferente, defender posturas divergentes o antagónicas a las del poder hoy en día es merecedor de epítetos como el de “traidor a la patria”, la más grave imputación que se le pueda hacer a un ciudadano, y es la muestra diáfana de una creciente intolerancia que termina por acotar o suprimir libertades. La de pensar, en primer lugar.
El efecto más pernicioso de esta situación está a la vista. La sociedad mexicana está dividida, enfrentada como nunca antes, colocada en bandos irreconciliables que han provocado fracturas en familias, en amistades y en general en la convivencia cotidiana. Las diferencias de criterio y de pensamiento hoy se erigen como obstáculos insalvables gracias a una feroz propaganda que estigmatiza, y a un clientelismo desbordado que compra conciencias y logra que se justifique cualquier atrocidad, a cambio de migajas que solo esconden problemas que no se solucionan.
La última semana del sexenio transcurrirá como corrió todo este periodo: en medio de la violencia –verbal, único recurso discursivo del morenato; y física, con una cifra dantesca de casi 200 mil homicidios dolosos-, mientras la nueva-vieja clase gobernante se revuelca en el fango de una orgía de poder que los mantiene ensoberbecidos y alejados de la realidad, ésa en la que los ciudadanos apenas sobreviven y que si reclaman, les caen a palos los muy “humanistas” y “transformadores” restauradores del más viejo y arcaico régimen.
Tan obsesionado que está López Obrador con pasar como “héroe” a la historia, para que su legado se reduzca a dejar al país hundido en el odio, el encono y la muerte. Pero eso fue lo único que construyó. Y lo lamentarán y padecerán las próximas generaciones.
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