El cuarto alumno, de nombre Tlacuachín, se dirigió con decisión hacia el sombrero, sacó el papel, leyó lo que estaba escrito y exclamó: “¡Los rayos catódicos!”, al mismo tiempo que regresaba con rapidez el papel al fondo del sombrero.
Pero el director era una persona muy avezada en descubrir a los embaucadores y estaba preparado: metió rápidamente la mano y sacó el papel, que en realidad decía: “Características de la selva tropical”.
El pobre Tlacuis no tuvo más remedio que reconocer su fallido intento y a continuación se quedó mudo, porque no tenía ni la menor idea de qué era una selva tropical.
Para el examen extraordinario que tuvieron que presentar los alumnos que no habían logrado aprobar, se siguió la misma mecánica, y cuando le tocó a Tlacuachín, metió la mano al sombrero, sacó el papel, leyó en voz alta: “¡Los rayos catódicos!”, y lo regresó con presteza.
Una vez más el director no se dejó sorprender por el alumno y resultó que el tema que le había tocado era: “Las partes de la oración, modificadores, aposición, objetos y circunstanciales”.
Tlacuachín no pudo más que reconocer que no sabía nada de ese tema, estrambótico para él.
Pues llegó el examen a título. Tlacuachín estaba ahí firme y esperanzado y caminó con paso decidido hacia el maldito sombrero. Ya saben: sacó el papel, lo leyó rápidamente, dijo: “Los rayos catódicos”, y lo devolvió al fondo.
Y otra vez el veloz director echó mano al papel, y vio que el tema escrito ahí era: “Los rayos catódicos”. ¡Sí, los rayos catódicos, los benditos rayos catódicos a los que esta vez les había atinado la suerte de Tlacuachín!
Así que nuestro héroe se paró frente al jurado, tomó aire y empezó su disertación:
“Los rayos catódicos son tres: Melchor, Gaspar y la reina Isabel…
Feliz Día de Reyes para todos los niños de México, y para los reyes.
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