Miguel Molina era reportero en el PyA y escribía notas de color que tenían éxito por su manejo del humor y por el uso de un lenguaje en ese entonces inusual en la correctísima forma de escribir de la época.
Y ciertamente habíamos publicado una croniquita de Miguel en la que describía con agudeza un evento de los priistas en el auditorio de su edificio estatal.
—Se me hace extraño que me digas eso, Irán —le repliqué—, porque sé de cierto que Miguel te tiene en buena estima y me lo reiteró el día del cierre de la edición. Yo leí, revisé y corregí el texto de Miguel, como es mi función hacerlo con todo lo que se publica en el semanario, y no recuerdo que te hubiera criticado.
—¡Cómo no! —saltó mi indignado amigo—. Me puso una cosa muy fea. Ahí lo puedes leer —y me enseñó un ejemplar, abierto en la nota de Molina—. Mira, mira, mencionó que yo había participado en el acto priista y me puso una palabra muy fea: ¡INEFABLE! Escribió exactamente, “Ahí estaba el inefable Irán Marcos Zacarías”.
—¿Y qué? —le dije—. Yo no le veo nada de malo a eso.
—¿Cómo que no? ¿Cómo que no? No me quieras decir lo contrario ante la evidencia que te estoy mostrando —el buen Marcos se iba apasionando y enojando.
—A ver, Irán —dije para empezar a contener su furia—, ¿tienes alguna idea de lo que quiere decir la palabra “inefable?
—Pues la verdad, no, Sergio. ¡Pero se me hace que es algo muy feo!
—Te faltó, mi querido Irán Marcos, un poco de conocimiento del idioma o cuando menos un diccionario, porque “inefable” es un término elogioso que puede traducirse como genial o indescriptible.
—Ah caray —respiró aliviado—. ¿Entonces Miguelito habló bien de mí? Mira nomás… Oye, y por cierto, ¿no está aquí para que le agradezca personalmente la mención?
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