Y al menos el jet privado deja impuestos, empleos y derrama económica. El Tren Maya, en cambio, solo deja un boquete en las finanzas públicas y un recuerdo turístico en Instagram.
Mientras tanto, los campesinos de Chiapas que ni boleto han visto, los trabajadores de maquila en el norte y los maestros que viajan en autobuses destartalados son quienes pagan el capricho. Porque aquí la justicia social se entiende así: los pobres subsidian un tren de lujo para que los turistas de primera clase tengan vagones con vista panorámica.
Con el dinero enterrado en rieles y selva se pudo haber: – Modernizado la red ferroviaria de carga para abaratar alimentos. – Construido metros y trenes urbanos donde la gente se aplasta cada día. – Invertido en transporte sustentable que sí mejore la vida diaria.
Pero no, era más rentable políticamente inaugurar un tren monumental aunque cada boleto cueste lo mismo que un año de salario mínimo.
El colmo de la ironía es que hasta Ricardo Salinas Pliego parece un ejemplo de modestia: viaja en su jet privado porque, comparado con el Tren Maya, eso sí es barato. Imagínese, un magnate multimillonario dándonos lecciones de austeridad frente al “tren del pueblo”.
El Tren Maya es ya el transporte colectivo más caro del mundo. Un elefante blanco con ruedas de acero, financiado con impuestos de quienes jamás lo usarán. Se presentó como locomotora del desarrollo, pero terminará como postal de cómo un gobierno puede confundir justicia social con turismo de lujo.
Hay que reconocer que si ha funcionado para promover el turismo de aventura, que consiste en aventurarse a viajar y que no se vaya a descarrilar, como ya ocurrió.
Porque, al final, el verdadero viaje no es al sureste: es al vacío. Y el boleto, claro, lo pagamos todos… a precio de oro. |