Según los datos gubernamentales, 20 mil profesionales de enfermería están desplegados en todo el país para levantar censos, abrir expedientes clínicos electrónicos y recetar tratamiento para enfermedades crónicas. Una estrategia que, bien ejecutada, podría despresurizar clínicas saturadas, reducir traslados y garantizar continuidad terapéutica a quienes más lo necesitan. La tercera fase del programa —la emisión regular de recetas— es, sin duda, la más ambiciosa.
Pero detrás del diseño técnico surge la incómoda sospecha social: si los censos se hacen “a modo”, si las visitas dependen de simpatías partidistas, si el acceso se condiciona con preguntas que nada tienen que ver con la salud, entonces el país no avanza hacia un sistema más humano, sino hacia un modelo paternalista que premia adhesiones y castiga criterios.
A este esquema se suma la nueva red de Farmacias del Bienestar, prometidas como la solución al viejo problema del desabasto. Ahora se asegura que los medicamentos —22 fármacos esenciales para adultos mayores— se entregarán gratis, cerca del domicilio y sin filas. Se arrancó con 500 farmacias en el Estado de México y la meta es cubrir las 32 entidades para marzo de 2026. Todo suena impecable: folios digitalizados, control de inventarios, telemedicina para apoyo clínico.
Pero la efectividad de un sistema no se mide en boletines; se mide en la vida diaria. Y si los ciudadanos siguen reportando que los censan solo cuando conviene políticamente, entonces la confianza social —esa sí, insustituible— se desvanece.
La salud no puede ser dádiva, ni intercambio, ni mecanismo de sondeo electoral. Es un derecho. Y un gobierno que presume transformación debería saber que los derechos no se preguntan: se garantizan. La verdadera prueba del programa no está en los millones de consultas reportadas, sino en que cada mexicano —piense como piense, vote como vote— reciba la misma atención.
Porque mientras la brigada pregunte “¿es usted simpatizante?”, la salud seguirá siendo la paciente que más urge atender. |