—Pienso lo que digo… ¿Te das cuenta de lo importante que es que nuestra mente y nuestras palabras estén en la misma línea?
—Es evidente, señor mío —le respondí en automático.
—¡Pues fíjate que no! —me contestó con el gusto de que había logrado hacerme caer en la trampa—. A veces es necesario que digamos algo distinto a lo que pensamos.
—¿Y dónde queda la congruencia, tan solicitada por los filósofos? —recabé de inmediato.
—Queda relegada, mi pequeño interrogador, en el interés de un bien mayor. Te voy a contar una anécdota de mi padre, que revele su grado de inteligencia y su sentido del humor. Cuando yo era un niño nos llevó a vivir a una ciudad en el centro del país, en una región en la que el catolicismo está muy profundamente arraigado. Por aquellos rumbos le dicen “vigas” a las groserías, y dicen que los veracruzanos, como mi padre, son muy “vigueros”, en lo que tienen razón...
En ese momento, una muchedumbre llegó al café en el que estábamos platicando, ubicado dentro de un centro comercial, y cientos de furibundos ciudadanos empezaron a romper puertas, cristales y todo lo que encontraban a su paso.
Pudimos ver cómo empezaba el saqueo inmisericorde, y cómo pudimos salimos corriendo del lugar.
Los apresurados latidos de nuestros corazones no se detuvieron hasta que nos vimos a salvo en el automóvil, ya lejos de la zona de conflicto.
Pero ésa es otra historia...
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