Cada vez que está en curso un proceso electoral, por los menos desde hace 30 años, una de sus principales características es el uso de las peores tácticas para intentar desacreditar a los rivales políticos. La “guerra sucia”, le llaman. Y esta ocasión no es la excepción.
Esas prácticas de denostación, injuria y/o calumnia del adversario político no conocen límites ni reglas. No importa que al destruirse la reputación de un contendiente se dañe irreversiblemente a su familia, su trabajo o su vida entera. Por encima de todo, está el acceso al poder. Y si para eso hay que despedazar al de enfrente con verdades a medias o mentiras completas, muchos políticos –con honrosas y muy contadas excepciones- están dispuestos a revolcarse en ese pozo de mierda sin contemplación alguna.
Mediante trascendidos, filtraciones, declaraciones teledirigidas y hasta meras suposiciones, la guerra sucia electoral ocupa los reflectores de la agenda política en temporada de campañas, alentada en muchas ocasiones por medios que deciden transfigurarse en mandaderos, en patiños y hasta en sicarios al servicio de los intereses de alguno de los grupos que se disputan el poder.
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Como decíamos al principio, este proceso electoral no será la excepción. Por el contrario, la refriega en la época de las redes sociales, el Whatsapp y las “fake news” se avizora peor que nunca, gracias también a una sociedad con una paupérrima cultura política y con hábitos de consumo de noticias centrados en el morbo y no en la exigencia de calidad en los contenidos. Entre más chismes, y entre más sucios, mejor.
En Veracruz llevamos por lo menos 14 años ininterrumpidos en esa dinámica política funesta, en la que el lanzamiento de suciedad como arma y “estrategia” ha envilecido el intercambio público. No se debaten ideas y proyectos, sino supuestos o reales vicios y debilidades, de los que ni siquiera ha sido necesario presentar pruebas, pues lo que se busca no es hacer justicia, exhibir fallas de manera legítima o contrastar la viabilidad de las propuestas, sino simple y llanamente aniquilar al adversario con el que se compite por un cargo público.
Antes y ahora, tanto el actual gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes Linares, como sus antecesores Javier Duarte de Ochoa y Fidel Herrera Beltrán, han sido lo mismo verdugos que “víctimas” –suponiendo que se les pueda considerar así- en campañas de desprestigio de la más baja estofa. Enderezadas entre ellos mismos, pero también contra y a través de otros actores. Han sido los protagonistas y los directores de una trama trágica que ha polarizado a la población y empobrecido, en todos los sentidos, la vida en la entidad.
La persistencia de estas malas prácticas durante el proceso electoral en curso demuestra que la clase política que las usa no quiere un verdadero cambio en la manera como se dirimen las diferencias o se toman las decisiones de mayor trascendencia para la población. Mucho menos es su objetivo que tengamos mejores gobernantes ni representantes populares con responsabilidad social ni vocación de servicio.
Y en esas condiciones, con una clase política tan ruin, un espectro mediático tan degradado y una sociedad tan indolente, cerrada y poco exigente, no podemos esperar otra cosa más que el estiércol electoral nos inunde y ahogue las esperanzas de algo, si no mejor, por lo menos diferente.
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