Cuando tenía 20 años conocí a una mujer de 45. La coincidencia se dio en un taller literario que se llevaba a cabo en la biblioteca del ISSSTE, porque el ISSSTE tenía una biblioteca. La otra coincidencia fue que los dos nacimos el mismo día, 25 de octubre, con una diferencia de 25 años. “Escorpio los dos”, me dijo, y ella que sabía más que yo de los horóscopos dejó que nuestros signos incompatibles se mezclaran. Me dicen, los que saben de astrología (materia de la que descreo completamente), que si ella hubiera sido tauro, virgo o capricornio las cosas se hubieran dado mucho mejor, porque el agua (escorpio) y la tierra (tauro, virgo, capricornio) son compatibles, como lo son en la naturaleza.
El agua abre surcos en la tierra y es la que forma ríos, que no son otra cosa que vínculos, brazos que buscan unir a la montaña con el mar.
Ella era una mujer muy inteligente, una gran lectora. Leía libros en varios idiomas, se había leído Cien años de soledad en inglés, One Hundred years of solitude, decía su libro en pasta blanda, llena de notas al margen. Ella me enseñó a tomar vino. Mi primera experiencia con esta bebida no fue nada grata. Tenía 15 años, había escuchado que el vino era una bebida deliciosa, había escuchado que el vino estaba hecho de uva, yo había bebido refrescos de uva deliciosos (Sangría casera) por lo que pensé que el vino debería de ser delicioso. Compré una botella de vino blanco Los Reyes, llegué a casa y traté de abrirla, pero la botella no tenía corcholata, sólo corcho; yo no tenía sacacorchos. El caso es que, con un tenedor primero, luego con un desarmador eché hacia adentro el tapón que ya se había deshecho. Con una playera de algodón filtré los pedacitos de corcho y me serví en una copa, porque había comprado una copa. Tomé su contenido esperando un elixir dulce y delicioso. Pero de inmediato lo escupí. Yo nunca he probado el aguarrás, pero en ese momento pensé que eso sabía a aguarrás.
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Todo eso se lo platiqué a Mariza, porque se llamaba Mariza. Ella sacó una botella de vino blanco del refrigerador, sacó también un queso azul. Me dijo que pusiera un poco de queso entre mi lengua y el paladar y que lo deshiciera, impregnando todo mi sentido del gusto con el queso. El queso era ácido, pero de una acidez agradable. Después me sirvió vino en una copa, estaba frío. Esperé unos segundos y a una señal suya tomé de la copa. Entonces descubrí una gama amplia e intensa de sabores. Fue como un bautismo de fuego a mi paladar. El vino se transformó en una bebida deliciosa, cargada de matices, el frescor de la bebida alivió el ardor de la acidez. De inmediato me trasladé al bosque, pero también al mar, a la montaña, a los viñedos de Argentina que por las mañanas tienen que soportar el calor intenso de la pampa árida y por las noches las ventiscas heladas que bajan de los Andes.
Así pasaron los días, las semanas, los meses, los años, aprendiendo computación antes del Windows, comiendo palomitas de microondas, cuando el microondas era un artículo de lujo, contemplando al “Acróbata” de Chagall, con esa mirada triste y su cuerpo tatuado de colores. Con ella fui a contemplar el eclipse solar de 1991 en Ciudad Mendoza; con ella viajé a muchas partes en lo físico y en lo espiritual.
Pero una tarde me di cuenta que, a pesar de haber convivido esos primeros años en armonía, Mariza estaba de un lado del río y yo del otro lado. Carson MaCullers lo dice de forma más adecuada: “Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas”. Mariza y yo nos prestábamos libros. Una tarde quedé de devolverle un libro sobre Dalí que me había prestado para sacarle copias a color a algunas imágenes. Quedé de entregárselo en su casa a la una de la tarde. En ese entonces era yo taxista, y por razones de taxista me retrasé 30 minutos. Cuando llegué ya me estaba esperando afuera de su casa. Estaba histérica, encolerizada. Me dijo que era yo un egoísta, que como se me ocurría ser tan abusivo, disponiendo del tiempo de otra persona de manera tan arbitraria. Le dije que sólo era media hora lo que me retrasé y volvió con sus argumentos, echándome nuevamente en cara mi egoísmo. Le dejé el libro y me alejé no sin antes decirle que era una pinche histérica, una pinche loca.
La historia de Mariza la he escrito en un cuento que ganó el Premio de Cuento Universitario Sergio Pitol y en un artículo titulado “Enfrentado a Chagall”. A Mariza le perdí la pista. Me dicen que la internaron en un centro psiquiátrico y después me enteraron de su muerte.
El jueves por la tarde quedé de verme con una joven amiga a las 8:30 de la noche. Mi amiga llegó tarde a la cita, no por 30 minutos, sino casi una hora. Por supuesto la llené de recriminaciones, de reproches, le dije que cómo podía ser tan egoísta al robarle de esa manera el tiempo a los demás; le dije que no quería saber nada de ella. Ella sólo me dijo: “¿Qué te pasa? ¿Quieres calmarte? ¿Por qué eres tan histérico?”.
Veinte años después, sin darme cuenta, crucé el río, ahora estoy del otro lado, ese lado que Onetti califica como el “tenebroso y maloliente mundo de los adultos”.
Armando Ortiz
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