Si algo caracterizó y fue la esencia del autoritarismo del sistema político mexicano surgido a partir de la Revolución Mexicana fue la nula autonomía de poderes, debido a la preponderancia que la Constitución de 1917 le dio a la Presidencia de la República por encima del Congreso de la Unión y la Corte, así como a otras atribuciones extralegales que se le añadieron a través del ejercicio mismo del poder.
En su libro de 1972 “El sistema político mexicano” –que al releerlo adquiere una asombrosa y temible vigencia-, el reconocido intelectual Daniel Cosío Villegas identificó con gran lucidez las bases que sostenían el que ya para entonces era un vetusto régimen: hablaba de la “dictadura constitucional del Presidente”, en la que éste asume funciones de jefe de Estado, jefe de gobierno y jefe de la administración, con una notoria supremacía del Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial, sin que se previera la existencia de freno ni contrapeso alguno, y con un partido oficial que sustituyó al caudillaje que caracterizó toda la vida independiente de México hasta 1929.
Respecto de la relación de subordinación del Legislativo al Presidente, Cosío Villegas señalaba que ésta podía explicarse en el hecho de que la mayoría parlamentaria estaba compuesta por miembros del partido oficial “cuyo jefe supremo es el Presidente de la República, aun cuando formal o abiertamente no aparezca como tal”, y a cuya voluntad le debían la posibilidad de continuar una carrera política.
Sin embargo, y con gran valor para la época, Cosío Villegas sentenció que “el mexicano medio no aplaude cámaras de diputados y senadores que creen llenar sus funciones con las ruidosas ovaciones que le dispensan al Presidente de la República, pues semejante actitud significa renunciar al papel de co-operadores del Ejecutivo y, si el caso llegara, el de sus más severos críticos”.
Esa circunstancia de dominación absoluta del partido hegemónico en el Congreso de la Unión terminó tras las elecciones intermedias de 1997, cuando el PRI perdió la mayoría que históricamente había tenido en la Cámara de Diputados, lo cual terminó de consolidarse con la pérdida de la Presidencia en el 2000.
Sin embargo, 21 años después de que se ganara la pluralidad legislativa y a 18 de la primera alternancia partidista en el Ejecutivo federal, este 29 de agosto de 2018 presenciamos en la Cámara de Diputados un espectáculo que más bien nos devuelve a los escenarios que se observaban hace 50 años.
Que lo primero que hicieran los nuevos legisladores federales fuera lanzar vítores en el salón de Plenos a quien ya ejerce como presidente de facto no es muy diferente a lo que pasó el 1 de septiembre de 1969, cuando los legisladores de aquella época estallaron en aplausos para el presidente Gustavo Díaz Ordaz, al asumir éste “íntegramente la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política e histórica” por la matanza de estudiantes en Tlatelolco un año antes.
El burdo sometimiento es idéntico. Representa una brutal regresión política que, citando de nuevo a Cosío Villegas, podría resumirse en que “el mexicano, por lo visto, ha acabado por creer que ha caído en desuso la independencia de criterio, sin contar con que una experiencia larga y hasta ahora no desmentida enseña que la sujeción es mucho más lucrativa que la independencia”.
Parece que hubiera sido ayer. Hasta se repiten varios actores de aquellos elencos.
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