La migración no es un fenómeno desconocido y mucho menos nuevo en nuestro país. Como prácticamente en todas las naciones de occidente, e incluso del oriente y oriente medio, nuestra población es fundamentalmente mestiza, producto de la mezcla cultural que nace de los movimientos territoriales de personas. Quien hable de razas puras es un ignorante contumaz.
No hay en la historia de la humanidad migraciones masivas voluntarias. Todas responden a situaciones de conflicto, como la pobreza, la violencia, el hambre. Nadie lo deja todo atrás y se aventura a riesgos inimaginables que pueden costarle la vida por el simple gusto de hacerlo. Menos, cargando consigo a menores de edad. A sus propios hijos.
Lo que está sucediendo en estos momentos más allá de la frontera sur de México es resultado del fracaso de modelos políticos y sociales retardatarios, autoritarios y violentos –algunos, impuestos por Estados Unidos; otros, anclados en el más rancio estalinismo- que han terminado por depauperar por completo a varias naciones centroamericanas, donde las únicas opciones que les han dejado a sus habitantes son escoger entre morir asesinados o de hambre, o bien salir huyendo en busca de por lo menos sobrevivir.
Ni siquiera México es ajeno al fenómeno de expulsión de personas. Nuestro país recibirá en 2018 un aproximado de 33 mil millones de dólares por concepto de remesas ¡enviadas por los migrantes, en su mayoría indocumentados, desde los Estados Unidos! Dinero sin el cual, sin exagerar, hace mucho que la economía nacional habría colapsado.
La doble moral y la hipocresía de quienes se benefician de una u otra manera con estos recursos pero exigen echar a los migrantes centroamericanos es vomitiva. Ni hablar de quienes hoy gritan consignas cuasi-nazis, pero ayer se condolían por los niños sirios –que migraban hacia Europa- ahogados en el mar. Es que el tono de su piel no era (tan) morena.
Sin duda, existen mecanismos legales para dar cabida a la migración que deben activarse para evitar un problema social mayor. Pero la represión del gobierno mexicano a la caravana migrante en la frontera sur del viernes pasado fue un acto abominable. Uno más de los que marcarán el derrotero histórico de una administración abyecta como la de Enrique Peña Nieto, que decidió aceptar convertirse en el cancerbero rabioso de Estados Unidos, como lo advirtió el propio presidente Donald Trump al ufanarse de que el gobierno de México demostró que “respeta el liderazgo” de ese país. Aunque la verdad es que no se respeta ni a sí mismo.
Ninguna represión, ni siquiera la más sangrienta, ha detenido nunca los flujos migratorios en el mundo. Ésta no será la excepción. Si los migrantes centroamericanos decidieron huir de sus países sin nada, cruzar la frontera con México y adentrarse en un territorio donde les espera más violencia, discriminación, acechanza del crimen organizado y a muchos de ellos la muerte con tal de abrazar el sueño de una mejor vida, créalo: no habrá nada que los detenga.
En México, por lo pronto, nos quedamos sin autoridad moral para reclamar nada. El pequeño fascista que llevamos dentro desnudó nuestra miseria como sociedad.
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