Luego de ello, pasó lo que al menos en Xalapa fue bien conocido: en su crisis, esta persona deambuló en medio de la principal arteria del centro de la ciudad, llena de vehículos para ese momento. También entró a un templo católico, la catedral, donde se quitó parte de su indumentaria, entre otras acciones que también llamaron la atención de una buena cantidad de morbosos, que comenzaron a fotografiar y transmitir en vivo en sus redes sociales –sin que eso fuera parte de su trabajo- a la mujer afectada.
Como sí era su obligación, los reporteros continuaron cubriendo e informando al momento sobre lo que estaba pasando. Y para entonces también comenzaron a cuestionarse dónde estaban las autoridades que deberían estar dando atención a una persona que, por los motivos que fueren, causaba una alteración al orden público en las narices de los burócratas estatales y municipales.
Los compañeros periodistas dieron cuenta de que pasaron horas antes que se presentaran funcionarios públicos a ver lo que estaba sucediendo, con todo y que desde un principio los informadores gubernamentales apostados en la entrada del palacio de gobierno –conocidos en el argot periodístico como “orejas”- estuvieron presentes, también tomaron fotos y videos, a pesar de lo cual ninguno de sus superiores atinaba qué hacer.
Al cabo de ¡cuatro horas!, esta persona fue subida a una ambulancia para recibir atención médica. En todo ese lapso, por su misma condición, puso en riesgo su integridad física y la de quienes transitaban por ahí, pues el descontrol de sus actos pudo llegar a provocar un accidente, que por fortuna –pero no gracias a las autoridades- no ocurrió.
Pero, ¿qué cree? Resulta que por hacer su trabajo, los reporteros fueron linchados en redes sociales, acusados –en muchos casos, por los propios funcionarios que fueron incapaces de responder adecuada y oportunamente- de faltar a la ética al exhibir a una persona que “evidentemente” estaba afectada de sus facultades mentales.
Epítetos como el de “miserables” les fueron endilgados y sobraron “expertos” que pontificaron –desde la comodidad de sus oficinas con aire acondicionado- sobre cómo se debe realizar una cobertura periodística en situaciones de crisis. Y todavía peor, generalizando, como si todos los medios hubiesen reportado los hechos de la misma manera.
Sin duda, la cobertura de ese hecho pudo ser mejor y los reporteros ser más cuidadosos para no exponer innecesariamente a la persona que sufría un colapso que, contrario a lo que se dice, no era evidente como tal al principio. Sin embargo, los que dejaron pasar cuatro horas para controlar la situación no fueron los comunicadores.
Siempre resultará más fácil acusar a la prensa de “amarillista”, de “irresponsable” y de “carroñera”, que aceptar la propia incompetencia en el servicio público. De preferencia, sin distinción. Porque para ellos, somos los “pinches medios” que “acosaban” a Arturo Bermúdez, y el “hampa periodística” que no le da concesiones a una “cuarta transformación” que cada vez se parece más a lo que antes padecimos.
Pero cuando matan a un periodista, esos mismos que lo llamaron “miserable” se rasgan las vestiduras, salen a las plazas a protestar y exigen respeto a la libertad de expresión. De preferencia, si el que gobierna es un partido diferente al de sus simpatías.
El objetivo de esas inquisiciones fue cubrir lo que sí resultó evidente: la absoluta incapacidad de las autoridades de todos los órdenes de gobierno en Veracruz –federal, estatal y municipal- para atender la mínima crisis que les estalle, aún si eso ocurre frente a sus puertas. Ni un protocolo, ningún plan de atención o contingencia. Nada.
Si no pueden con esto, imagínese con la delincuencia organizada. Pero los “pinches” y “miserables” son, somos, los periodistas.
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