En plena ocupación de Estados Unidos y sus aliados, en 2003, la policía de Afganistán capturó a un pastor que se encontraba cerca de una explosión que se produjo cerca de una carretera. Aunque negara su participación en el atentado terrorista, un tribunal militar lo calificó de “combatiente enemigo” y ordenó su envió a la base militar de Guantánamo, donde se convirtió en el prisionero 1051. Por falta de pruebas, fue devuelto a su hogar en 2006.
Esos tres años pueden parecer pocos en comparación con los doce que pasaron cinco líderes talibanes a los que no se les pudo demostrar vinculación alguna con Al Qaeda y que fueron liberados a cambio de la liberación de un soldado estadounidense capturado en 2009. Pero ningún tiempo en ese infierno puede considerarse corto por las descripciones de personas que han pasado por Guantánamo.
Privación de sueño, aislamiento, encierros prolongados en la oscuridad absoluta, o al revés, permanencia prolongada bajo una luz intensa; música estridente y a elevados volúmenes durante días, cambios de temperatura, posiciones incómodas, mala alimentación, deshidratación, amenazas con perros, palizas, nulas condiciones de higiene, sin baño, y simulaciones de ahogamiento. El neolenguaje de los defensores de cualquier método para luchar contra el terrorismo convirtió estas torturas en “técnicas mejoradas de interrogación”.
Ni la manipulación del lenguaje ha permitido sepultar los abusos de Guantánamo, de Abu Ghraib y de las cárceles secretas diseminadas por varios países. Pero sí ha servido para encerrar y torturar ahí a miles de personas sospechosas calificadas como “combatientes ilegales” por participar en actividades terroristas sin juicio ni condena. Esto va en contra no sólo del derecho internacional, sino también de unos mínimos estándares de derecho aplicado en cualquier Estado de Derecho. Quitarle personalidad jurídica a una persona la deja más expuesta para despojarla de su condición de ser humano. De esta forma no tiene derechos ni garantías que sí tendría cualquier otra persona.
La llamada “guerra contra el terror” no ha servido para acabar con el terrorismo. Quizá incluso sirva de detonante para que miles de perdedores radicales, como denominaba Hans Magnus Erzensberger a las personas que se convierten en terroristas suicidas, den salida a su frustración.
Ahí están los casos recientes en París, los atentados que silencian a diario los medios de comunicación en Malí, en Burkina Faso, en Kenia, en Somalia, en otros países africanos, en Turquía y en Túnez porque “no interesan”. Como si no tuvieran el mismo valor que las víctimas en Madrid, en Paría, en Londres o en Nueva York.
A los que dicen que el terror no se combate con más terror tras algún atentado los tildan de ingenuos. Nada más lejos de la realidad, como lo demuestran la experiencia de Guantánamo y tantas otras malformaciones de la guerra contra el terrorismo.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias
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