Un lugareño se les había acercado, y después de una breve charla para romper el hielo, sin más les ofreció venderles tal prodigio de la arquitectura mexicana, pues adujo que tenía una urgencia de efectivo (“cash,” le llamó él, pero nuestros paisanos entendieron muy bien a qué se refería, por el además que hizo con las manos).
La oferta era en verdad es de ésas que no se pueden negar, porque pedía solamente 10 mil pesos, que era exactamente la mitad que traía en billetes don Nicasio, buen guardados en la bolsa derecha de sus pantalones, según se podía colegir por el voluminoso bulto que hacían sobre el muslo del hombretón.
El ganadero se rascó la cabeza a un lado de la oreja, como le había enseñado Cantinflas en sus películas cuando hacía como que pensaba, tuvo un breve diálogo con su hijo, y terminó respondiendo al vendedor:
—va pues, se lo compro —exclamó con voz decidida—. Pero, dígame, ¿cómo le vamos a hacer con el trámite?
El oriundo rápidamente le contestó que no había problema, que le iba a extender un recibo y que se lo iba a firmar, para que el trato quedara legalmente constituido. De inmediato se puso a pergeñar un texto en un pedazo de papel de estraza que había sacado de su chamarra.
“Por el presente hago constar que le vendía la Torre Latinoamericana, de mi propiedad, al señor don Nicasio, de profesión ganadero de la Cuenca del Papaloapan, y desde ahora le pertenece a él”. Y puso su nombre y firma al final.
Don Nica le dio el dinero, contadito billete por billete, al vendedor y éste se retiró rápidamente.
Nuestro héroe se quedó viendo fijamente al papel, volteó varias veces a ver el enorme edificio, y después de un rato de meditación, le confió a su vástago:
—Ay, mijo, se e hace que nos agarraron de pendejos…
—¿Por qué piensa eso, apá? —preguntó el muchacho.
—Pues porque ahora cómo le vamos a hacer para llevarnos el edificio hasta el rancho…
—Fácil —resplandeció el fiel heredero del ingenio paterno. —Mira, tú eres un hombre muy fuerte, y yo no me quedo atrás, así que vamos a empujarlo.
Ambos pusieron las maletas a un lado y se empeñaron contra una pared, sobre la que estuvieron imponiendo su fuerza por casi media hora. Estaban sudorosos por el esfuerzo y el padre le preguntó al hijo:
—¿Cómo ves? ¿Ya habremos avanzado algo?
—Pues claro que si, apá, ¡porque ya no veo las maletas!
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