Se cierne un ambiente de intolerancias y cerrazones cada vez más preocupante, un contexto social en el que pronunciar ideas diferentes, proponer acciones distintas, hacer uso del derecho y la oportunidad de pensar disímil en una sociedad que se asume como democrática, parece ser un riesgo.
Promover la discusión pública en los espacios que nos brinde la apertura democrática y las propias razones argumentativas, son acciones cada vez más acechadas por la intransigencia de sectores, sin disposición para reconocer otros planteamientos, sino solo que aquellos que les son absolutamente afines; si se piensa diferente, lo más “fácil” es descalificar, usando la adjetivación y el escarnio desde la obstinación y no con la argumentación.
La intolerancia avanza como una reacción “normal”, cuando el valor de cambio es la polarización, la suma cero. Si no estás conmigo, es porque estás en mi contra. Se trata de visiones desfiguradas de lo que debiera ser una sociedad plural, donde todas las opiniones deben respetar al distinto y ser respetadas por el distinto.
Marcar las diferencias, el disentimiento, no debe implicar la degradación de lo otro, menos cuando se detenta el poder de las decisiones. Defender las posturas y preferencias políticas, debe significar ponderar sus valores, argumentar y debatir sus beneficios frente a los otros, pero nunca vencer ofendiendo.
En el triste ambientillo nacional, los extremos ganan espacios y asumen primacía de intolerancia mayúscula. A ver quién grita más, a ver quién ofende más; aquí y ahora, la moderación no tiene lugar, tampoco el planteamiento que busque acuerdos sobre la base del reconocimiento de fortalezas y debilidades de las distintas visiones que deben convivir en los espacios democráticos. No hay cabida a las concesiones porque parecen debilidad o traición. Convenir o aliarse es un sacrilegio que debe destruirse en este mundo bicolor, en el que solo caben las visiones puras de bandos que se asumen como irreconciliables.
Y sin embargo es claro que las visiones únicas no podrán resolver los problemas que nos agobian. Ningún proyecto de país democrático se hará realidad con uno solo de los bandos. Para sanar un país enfermo como el nuestro, es necesario construir puentes y abrir diálogos que reconozcan la pluralidad y la diversidad, donde se definan caminos para abordar nuestros problemas, partiendo de un piso mínimo de coincidencias y tolerancias que se asuman en el respeto. Se necesitan actores en todos los niveles, dispuestos a vencer la oprobiosa condición de la cerrazón.
Son tiempos que obligan a la sensatez política y social, a la empatía. Este maltrecho país nos reclama un esfuerzo conjunto, uno que una en lugar de dividir, uno que tolere y perdone, en lugar este país que tenemos ahora, dominado por la irascibilidad y la insolidaridad. La exaltada creencia de poseer el usufructo de la verdad, conduce a la profundización del rompimiento de los ya alicaídos entramados sociales, al desencuentro como destino. Entenderlo significaría pensar en qué y cómo podemos mejorar entre todos, nuestra incierta condición nacional.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
“Para llevarse bien, no se necesitan las mismas ideas… se necesita el mismo respeto”. Pinta anónima
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