Agustín Lara le decía eres “divina” y “tienes el veneno que fascina en tu mirar”. Y luego: “Mujer alabastrina, tienes vibración de sonatina pasional”, y le seguía bordando virtudes: “tienes el perfume de un naranjo en flor, el altivo porte de una majestad. Sabes de los filtros que hay en el amor, tienes el hechizo de la liviandad”.
Sí, palabras muy bonitas, poéticas a rabiar, que ponían a la mujer en un pedestal, allá lejos, inasible, inalcanzable…
Pero el poeta no atinaba a decirle a la mujer que era compañera, que era una igual a él. Ella debía reposar en un blanco diván de tul su “exquisito abandono de mujer” (mi tío Samuel González, que era dentista de los buenos y murió aplastado por 14 pisos del edificio Nuevo León en el temblor del 85, usaba para chascarrillo -bueno, aunque misógino- el verso de Lara cuando algún hedor raro se metía en la casa: “Vaya. Huele a exquisito abandono de mujer”, exclamaba).
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Agustín amaba a las mujeres con toda su alma, pero a lo lejos, destinadas a ejercer su oficio de segundas en la casa del señor. Nunca aparecieron en sus inmortales canciones científicas destacadas, luchador |