Los tiempos del país se contagian de la dinámica del desencuentro. Tristemente, la realidad se encuentra dominada por la intransigencia, aturdida por los ruidos del poder que enfurece cuando no se pliega a sus designios, sobajada y dominada por la intolerancia. El tufo de la sinrazón de Estado predomina en la vida política nacional, generando ambientes irrespirables de fanatismos que, desde los extremos, sitúan a nuestro país en rutas de confrontación que profundizan nuestras tragedias.
Desde el poder se elaboran mensajes ominosos. Nada es discutible. Todos debemos estar de acuerdo con lo que hace el gobierno, o de lo contrario eres clasificado dentro de lo negativo del régimen pasado. Las opiniones y acciones que disientan, que señalen o critiquen, deben de ser acalladas, estigmatizadas, llevadas al paredón de los denuestos, marcadas en el desprecio bajo la sospecha de intenciones malsanas, agobiados por un delirio persecutorio ajeno a la vida democrática.
Un poder incuestionable como no sucedía hace 60 años. Nos recuerda los tiempos oscuros del partido único, de la visión totalizadora, omnipotente, omnipresente. Aquella época en que las opiniones distintas eran ideas extranjerizantes, de infiltrados comunistas (ahora son neoliberales), de traidores a la patria. Esos tiempos, esos modos y prácticas no deben volver.
Hay mensajes ominosos para la normalidad democrática, para una vida pública saludable y cívicamente potente, en la que todas las opiniones deben valorarse en el reconocimiento de la riqueza de la pluralidad política y sus pensamientos sobre los asuntos públicos. Pareciera estar en riesgo el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas, por imaginarios que rechazan el reconocimiento a la coexistencia pacífica y valorada de los diferentes.
Es necesario exigir que se detenga la ruta de las descalificaciones, del sometimiento a las visiones únicas. Siempre ha habido y habrá posiciones distintas, incluso opuestas, sobre la gestión pública, por ello es que la crítica forma parte de nuestra democracia.
Muchos compromisos de vida, incluyendo la mía, por años se han vinculado a la exigencia por la construcción de instituciones y poderes que otorgaran mejores condiciones de vida a más ciudadanos, sobre el marco de respeto de libertades y de valores cívicos democráticos. Han sido luchas sociales por las que muchos han perdido la vida, han sido perseguidos o perdido la libertad, y esa labor no concluye con una nueva gestión gubernamental, pues siempre es perfectible. Por ello el debate público no debe verse como afrenta, sino como una ruta de trabajo para el diseño de políticas públicas incluyentes.
Los debates del México que queremos, del cómo se desarrollan las distintas opiniones y su capacidad para implantarse en la sociedad, deben estar responsablemente garantizadas en justo apego a la Constitución, a las leyes que de ella emanan y que nunca deben ser utilizadas para discriminar o amedrentar, sino para asegurar con certeza y orgullo que vivimos en democracia y en un estado de derecho.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
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