En el sexenio de López Obrador se les ha concedido a las fuerzas castrenses fueros que incluso nunca tuvieron antes, como los de la construcción de obras públicas como el aeropuerto de Santa Lucía –que de por sí, era una base militar-, la operación y usufructo del Tren Maya y ahora hasta la administración de las aduanas y los puertos del país.
El objetivo es claro: mantener la lealtad de la alta jerarquía castrense. Lo cual va mucho más allá de las tareas de seguridad pública que se le asignaron a soldados y marinos –sin marco legal que las soportase- desde el gobierno de Felipe Calderón, que se mantuvieron con el de Enrique Peña Nieto y se multiplicaron con el de López Obrador. Con este último, irónicamente, a contrapelo de lo que fue siempre el discurso de su movimiento: seguridad sin guerra, no más sangre, los militares a los cuarteles. Palabras que se llevó el viento y sus seguidores decidieron “olvidar”.
Ahora López Obrador considera que era “un absurdo” que los militares no participasen de las tareas de seguridad. Con todo y que existen varios pronunciamientos de organismos internacionales de defensa de derechos humanos y de la propia Organización de las Naciones Unidas que advierten sobre los graves riesgos que, para los derechos humanos precisamente, implica que la responsabilidad de la seguridad pública recaiga en corporaciones cuyo adiestramiento se basa en eliminar –matar- a los objetivos considerados como enemigos. Exactamente la causa de las miles de muertes violentas que desde 2006 se registran en México y que proyectan al actual sexenio como el más sangriento de lo que va del siglo.
Pero por si todo eso no fuera suficiente para preocuparse seriamente por el rumbo que puede tomar el país con la militarización de prácticamente todas las actividades estratégicas del Estado, solo hay que observar la arrogancia con la que los jefes de las fuerzas armadas se han comenzado a conducir, al amparo del enorme poder que se les ha conferido.
Por ejemplo, lo dicho por el secretario de la Marina Armada de México, José Rafael Ojeda Durán, este lunes en el puerto de Veracruz durante la conferencia “mañanera” del presidente López Obrador y a pregunta expresa de uno de los “moléculas” reporteriles que les llevan: “México carece de servidores públicos honestos” y “la gran diferencia entre nosotros y muchas otras instituciones es que nosotros no podemos darnos el lujo de tener malos elementos”.
Sin dejar de reconocer el importante servicio que soldados y marinos prestan a la población, particularmente cuando hay desastres naturales, tampoco puede dejarse de lado que a lo largo de la historia de México, lejana y reciente, las fuerzas armadas han sido usadas para reprimir a los disidentes, para simular el combate a los grupos de la delincuencia organizada e incluso para apoyar el trasiego de drogas. Sin ir tan lejos, ahí están los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya en el sexenio anterior, en los que el Ejército participó en la desaparición y en la ejecución extrajudicial de personas. Ni qué decir de su papel en la llamada “guerra sucia” de los años 70 del siglo pasado.
Pretender –como algunos corifeos y textoservidores del régimen sostienen- que como ya gobierna la autoproclamada “cuarta transformación” esos mandos militares ya se “portan bien”, respetan los derechos humanos y no están coludidos con el crimen organizado, es de una “ingenuidad” harto sospechosa.
Y por otro lado, el abierto desprecio manifestado por el almirante Ojeda Durán hacia la autoridad civil, expresado en una generalización en la que se pasó a traer al Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, no es más que una señal de que los militares están al acecho del poder. Y el que ya se les dio, será muy difícil quitárselos.
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