Se articuló a través de dos grandes ejes: un discurso acerca del mestizaje racial, determinado por lo indígena, que fue presentado como el principal mecanismo de cohesión y de nivelación social; y una supuesta esencia de “lo mexicano” que amalgamó elementos de la cultura popular del siglo XIX con una revaloración de la herencia prehispánica. Discursiva solamente, porque en lo social los pueblos indígenas se mantuvieron en la misma situación de marginación de siempre.
Aquel nacionalismo exacerbado se construyó alrededor de la representación de una sociedad unificada en torno del mito revolucionario, de “los héroes –aceptados por la historia oficial- que nos dieron patria”, junto con una política de masas basada en el control de las clases trabajadoras.
Así, la nueva narrativa de “lo mexicano” incluyó la fabricación de estereotipos folklóricos como el del “charro cantor”, la música ranchera como representante de la “mexicanidad” –aunque pertenezca solo al centro y al occidente del país-, la pintura mural mexicana y la valoración del patrimonio arqueológico como antecedente glorioso de México, que no existía como país en el momento de esplendor de esas culturas.
Esa simbología y retórica se fueron diluyendo con los cambios culturales e idiosincráticos de la sociedad mexicana, influida por corrientes de pensamiento, por modas y estilos de vida que con el avance de la mundialización de las comunicaciones fueron imposibles de detener, para pesar de quienes intentaban mantener una pretendida “pureza” en las tradiciones y rituales de “lo verdaderamente mexicano”.
Ése es el fondo de las ideas que sostienen esa parte del lopezobradorismo que desde que asumió el poder ha buscado revisitar la historia nacional para acomodarla a su propio discurso, que como mencionamos ya, es un amasijo de los estereotipos más conocidos del nacionalismo revolucionario priista, los dogmas del marxismo ultraestatista, el cristianismo evangélico tabasqueño, con el aderezo de los afanes del presidente López Obrador por equipararse con Juárez, Madero, Cárdenas, Hidalgo, Cristo y para lo que su megalomanía alcance.
Y en sus pretensiosas autoproclamaciones como un parteaguas en la historia de México –que lo está logrando, pero no precisamente del modo que quisiera-, la “4t” busca ajustar los principales sucesos del país a las creencias y prejuicios personales de sus líderes y a simplificaciones que impiden entender con claridad los fenómenos sociales de las distintas etapas de la vida nacional.
Es por eso que han incurrido en aberraciones como la promoción del odio hacia la raíz española de los mexicanos, la conveniente omisión del papel protagónico que en la caída del imperio mexica jugaron pueblos como el tlaxcalteca y el totonaco, la negación del esplendor y desarrollo logrados en la época colonial –en la cual fue construido el palacio donde habita el actual mandatario nacional, por cierto- y hasta la conmemoración de acontecimientos fundacionales como la Consumación de la Independencia de México, negando al mismo tiempo todo mérito a quien realmente la hizo posible, Agustín de Iturbide, sobre quien pesa la “condena” histórica de haberse proclamado emperador.
Prejuicio que, por cierto, el lopezobradorismo gobernante abrazó con fervor, como lo demostró el discurso del gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, quien usando la retórica “cuatroteísta” aludió a las “pretensiones conservadoras de Iturbide”. Solo le faltó decirle “fifí”.
Las deformaciones con las que el lopezobradorismo busca reescribirse una historia a modo explican también sus desfiguros en otras áreas. Al final del día, los megalómanos creen que el mundo gira a su alrededor, hasta que la realidad y la historia misma –sobre cuyo juicio no pueden intervenir y es implacable- los pone en su lugar.
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