Cuitláhuac no se ha medido a la hora de encerrar a sus enemigos y se ha pasado la ley por el forro. Si bien es cierto que varios tienen cola que les pisen, los delitos por los que los acusan no ameritan prisión de acuerdo a lo que mandata la ley. Pero la ley es algo que no le importa mucho al gobernador.
Le guste o no le guste, cometer actos fuera de la ley lo han vuelto represor y autoritario, no del calibre de Díaz Ordaz o Echeverría, pero sí en un represor de aldea, de esos que generan impotencia, odio y miedo.
Cuitláhuac puso como ejemplo de preso político al ingeniero Heberto Castillo Martínez un hombre al que admira, pero no tanto como lo admiro yo. Mi amistad con don Heberto comenzó un viernes en que como cajero que fui de Excélsior, le pagué su sueldo. En cinco minutos le platiqué de mi admiración por él hasta que mi jefe, don Alfredo Mejía, me pidió que ya no le quitara el tiempo al señor.
De seguro le caí bien porque cada viernes que iba a cobrar charlábamos unos minutos y me comenzó a decir “paisano” a pesar de que yo soy de Tuxpan y él era de Ixhuatlán de Madero. En algunas ocasiones nos tomamos un café en La Calesa, una cafetería que estaba a diez pasos del diario. Era un deleite escuchar al maestro.
Cuando Julio Scherer salió de Excélsior con el se fue don Heberto y no lo volví a ver hasta 1992, compitiendo por la gubernatura de Veracruz. Pensé que no me reconocería, pero al verme me dio un abrazo y me dijo “cómo está, joven paisano”. Aquella vez platicamos un par de horas inolvidables y al despedirnos nos prometimos un café en La Calesa. Pero ese café ya no llegó.
Si hubiera sido gobernador, jamás habría aprobado la estupidez de “ultrajes a la autoridad” porque hubiera ido contra sus principios. Y jamás hubiera amenazado a alcaldes y candidatos con tal de ganar una elección.
Heberto Castillo Martínez no sólo era un ingeniero brillante sino un caballero íntegro y de una pieza. Era un hombre de izquierda pero muy derecho.
Si viviera tendría 93 años y puedo apostar lector a que estaría descalificando con su pluma incendiaria a su admirador, que ni es de izquierda y mucho menos es derecho, sino un simple y vulgar represor. Al más puro estilo de los represores que tanto criticó cuando organizaba manifestaciones y pintarrajeaba paredes.
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