La proporción de personas que han sido víctimas de la corrupción gubernamental ha crecido con los años. En 2013 el porcentaje era del 12.1%; en 2015 fue del 12.6%; en 2017 de 14.6% y en 2019 de 15.7%, dice Reforma. Aún con eso López Obrador ha sacado siete veces su pañuelo blanco para asegurar que la corrupción ya se desterró del país.
Del desamparo de su gobierno están los ejemplos de las madres que se quedaron sin guarderías para sus hijos, los niños con cáncer, el desabasto de medicamentos y el cierre de las escuelas de tiempo completo, sólo por poner unos ejemplos.
La inseguridad y la violencia se cuecen aparte.
No es que el plan de López Obrador contra estos flagelos esté mal hecho, es que no hay un plan, sólo ocurrencias.
Cuando andaba en campaña dijo que “convencería” a los campesinos de sembrar maíz y frijol en lugar de marihuana y amapola. Y quienes se dedican a la siembra de estos estupefacientes se echaron a reír a carcajadas.
En octubre del 2018 ya como presidente electo, dijo en Zacatecas que una de las opciones contra la inseguridad sería ofrecer a los campesinos un mejor precio por tonelada de maíz (se producen dos toneladas por hectárea). “Se puede explorar la posibilidad de que les paguen 10 mil pesos por tonelada en lugar de 3 mil 500 pesos que es lo que reciben actualmente”, informó.
Solo se calmó cuando alguien le dijo que por cada 7 mil pesos que recibían los campesinos por hectárea de maíz, quienes se dedican al cultivo de la marihuana recibían 30 mil por hectárea y los que cultivan amapola recibían 50 mil pesos (precios de hace tres años).
También dijo que más que perseguir a los jóvenes delincuentes atendería las causas que los llevaron a delinquir y los apoyaría con dinero en efectivo y becas. ¿Y qué ha pasado? Que a pesar de los apoyos la delincuencia no baja, quizá porque una de sus causas es la pobreza que en este gobierno ha aumentado un 7.3% de acuerdo con el Coneval.
Pero su plan cumbre para redimir a los malosos, los abrazos en lugar de los balazos, ese no piensa soltarlo por nada del mundo.
El pasado 6 de julio, después de una masacre en la región de Tierra Caliente en Michoacán que obligó a decenas de familias a dejar sus hogares, el presidente dijo a los reporteros: “Aunque se burlen, seguiré pregonando mi doctrina de abrazos, no balazos”.
Y el slogan lo ha repetido infinidad de ocasiones para regocijo de los criminales.
¿Es que acaso no dimensiona el salvajismo de los homicidios y las matanzas? Es evidente que no, hasta ayer sumaban 116 mil 259 homicidios dolosos cometidos en lo que va de su sexenio y eso como que no le quita el sueño.
Hasta el sábado anterior se tenían registradas 88 masacres sólo en este año, pero entre domingo y lunes se registraron dos más con lo que suman 90. La más cruenta ocurrió en un palenque clandestino de Zinapécuaro, Michoacán, que dejó 20 muertos.
Es la cotidiana respuesta a los abrazos de un presidente que está en otros rollos; entregando aeropuertos inconclusos, destruyendo selvas, peleando con alguien todos los días y al pendiente de su consulta de revocación de mandato, mientras el país que dice gobernar despide un tufillo a tristeza, corrupción, desamparo y un brutal hedor a muerte por tanto asesinato tan incruento como impune.
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