El fraude, la violencia política, el predominio absoluto de un partido hegemónico y la simulación de democracia –la “dictadura perfecta”, como la llamó el escritor Mario Vargas Llosa en esa misma época- eran lo único a lo que se pudo aspirar en México desde finales de la década de los 20, con la fundación del Partido Nacional Revolucionario –la primera transformación del PRI- como mecanismo para repartir el poder entre los jefes militares y los caciques que habían sobrevivido a las dos décadas del conflicto armado de la Revolución Mexicana.
La válida sospecha de fraude en las elecciones de 1988 –cuando se le “cayó el sistema” de votación a Manuel Bartlett, hoy “ínclito” protagonista del supuesto “cambio verdadero”- obligó al régimen priista a abrir el juego electoral, como ya en 1977 se había visto orillado a hacer una reforma política, luego que José López Portillo “contendió” por la Presidencia sin oposición alguna.
No se trató por supuesto de una graciosa concesión del régimen encabezado entonces por Carlos Salinas de Gortari ni fue a causa de un ánimo democrático que claramente no tenía, sino para legitimar a su presidencia dentro y fuera del país.
La creación del IFE y la apertura política obligada rindió frutos paulatinamente, no sin enfrentar las resistencias de un régimen que se negaba a ir hacia una inevitable transición democrática, que comenzó a cristalizarse propiamente en 1997, cuando por primera vez el PRI pierde la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la izquierda gana la primera elección de Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, y que alcanzó su cenit en el 2000, cuando el tricolor es derrotado –y lo reconoce- en los comicios presidenciales de ese año y entrega el poder.
El funcionamiento de esas instituciones creadas a instancias de la sociedad mexicana –que fue la que al final de cuentas presionó para que existiera una competencia democrática real- permitió que la alternancia en el poder fuera una realidad en todas las regiones del país, en estados y municipios. Y si bien los comicios de 2006 –y varios más a nivel local- también estuvieron cubiertos por la sospecha del fraude –que nunca se comprobó fehacientemente-, los ajustes y las restricciones constitucionales que siguieron y que también fueron impulsados decididamente desde la izquierda partidista fueron la llave para dos alternancias presidenciales más. La última, indiscutible, en 2018, cuando por primera vez en su historia esa izquierda –o lo que se suponía que lo era- accedió al poder presidencial.
Pretender ahora retroceder a un estadio totalmente anacrónico, en el que se desbarate todo lo construido durante las últimas cuatro décadas y se coloque a México en las mismas condiciones en que estaba no cuando arribó al poder Salinas, sino cuando lo hizo López Portillo, constituye una verdadera traición histórica, una autonegación del sentido de la propia existencia del lopezobradorismo y de lo que le permitió participar en unas elecciones.
Sin esas instituciones que hoy pretende destruir Andrés Manuel López Obrador con su propuesta de reforma electoral, el PRI se estaría acercando al centenario de gobernar ininterrumpidamente, en el Congreso de la Unión solo habría diputados y senadores de ese partido, la izquierda seguiría proscrita y a los críticos se les seguiría dando trato de “traidores a la patria”. Que es exactamente lo que sucederá si se llega a aprobar lo que pretende el presidente.
Es más, Andrés Manuel López Obrador seguiría en el PRI.
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