Y los miro cómo se enfurecen cuando me ven pasar con mi libertad de perro de nadie, cómo me ladran con sonido y furia porque yo puedo ir a donde quiera, orinar en donde quiera, defecar en donde quiera, morir en donde sea pero feliz.
Qué vida de perros las de mis semejantes que son llamados el mejor amigo del hombre cuando el hombre es su peor enemigo. Son víctimas de la crueldad inocente de niños que no saben tratarlos y los lastiman, de amos que piensan que la educación con sangre debe entrar.
Los llevan con veterinarios que les meten agujas largas y dolorosas, les cortan el pelo y los hacen parecer ridículos, los bañan y les quitan las defensas naturales de su piel.
Ya lo dije y lo repito: lo peor es la vida monótona que llevan. Sus dueños nunca juegan con ellos y piensan que sacarlos a caminar unas cuantas cuadras es la gran aventura. Los mantienen tan pasivos que hasta me envidian cuando ven que paso corriendo como alma que lleva el diablo porque me persigue otro perro más grande o están a punto de atraparme los de la perrera municipal.
Yo paso frío, hambre muchas veces, soporto calores infernales y vivo en peligro permanente. Sin embargo, puedo decir que paso mi existencia, corta o larga no sé, viviendo como un perro de verdad, como un animal silvestre, que encuentra en las veredas de los hombres las sorpresas y los riesgos que hacen que valore mi supervivencia como el mejor de los manjares.
La inseguridad es parte de mi naturaleza que me da la felicidad cierta de superar las pruebas, de sobrevivir, de ser un perro callejero en toda la talla… y eso no me lo perdonan las mascotas de los hombres, presas del amor y los cuidados mortales de los hogares…
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