Quienes alentamos vida en esta época estamos pagando la cuota inexorable que exige la naturaleza por tanto estropicio. El cambio climático ya es un síndrome que enseña las llagas del mundo ocasionadas por ese virus maligno que se llama la humanidad.
Enfermedades extrañas, temperaturas extremas (fríos quemantes, calores congelantes), meteoros inéditos, huracanes pavorosos, trombas inexplicables, sequías convulsas… la meteorología se ha convertido en una ciencia del horror y la tragedia.
Y las lluvias, los aguaceros copiosos, copiosos; las granizadas empelotadas; los diluvios bíblicos.
En 1999 cayó en Misantla una tormenta atípica e inesperada que causó más daño y muertes de paisanos que el legendario Huracán Janet que azotó esa región en 1955.
Una lluvia así de infame, me cuenta el puntual meteorólogo Adalberto Tejeda Martínez, toma desprevenida a la población y a los sistemas de protección civil, porque no avisa como los huracanes. Por eso sus consecuencias son imprevisibles. La tormenta de hace 30 años en la región de Misantla ocasionó tantos destrozos debido a que no se alcanzaron a imponer protocolos de seguridad, a hacer acciones de prevención.
Y esas tormentas cada día son más frecuentes y más intensas. Las redes sociales y los periódicos se llenan de noticias de inundaciones en todos los ámbitos de la República: en el trópico generoso, en las montañas imponentes, en las lagunas desecadas de la Ciudad de México. Se ahogan los mexicanos y sus animales y sus propiedades; les sucede en el norte y el sur, en el occidente y el este.
Vayamos aprendiendo a nadar, a tener a la mano una balsa o una canoa, a poner en alto nuestros electrodomésticos.
Tláloc está cobrando su venganza.
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