Pero la ambición es mala consejera y Martín (Martinillo para quienes definen su baja estatura moral) se jugó el todo por el todo y dilapidó la que debiera haber sido su ética profesional, malbarató el escaso prestigio que había logrado mantener como Rector, desvió recursos para tratar de sustentar sus mentiras y acabó con la honestidad que debiera tener como funcionario universitario.
De un mal Rector, se convirtió en una autoridad falsa, inmoral y amenazante.
Pero los sátrapas terminan por caer en las redes malignas que fabrican sus malas acciones. Y la peor de ellas es el temor; un temor que se proyecta en violencia, en ilegalidad, en falsedad.
Martín tomó por asalto la Rectoría acompañado de sus 40 secuaces, cerró las puertas y se atrincheró en sus propias oficinas. Desde entonces, no permite que entre la lógica, no deja que nadie le hable con razones de peso, desdeña los llamados a la honorabilidad. Él piensa que está en un búnker, pero en realidad le ha labrado prisión su fantasía absurda de seguir mandando cuando no se lo merece, cuando no cumplió las expectativas, cuando tanto daño le hizo a la Universidad que debió haber hecho más grande.
Los grupos que intentan acercarse a dialogar con la autoridad, que con buenas razones quieren hacer entrar en razón a los golpistas, chocan con los accesos cerrados por personal de seguridad o por los cómplices martinianos; se topan con la intolerancia.
Enroscado en su penal de seguridad, Martín no escucha a sus antecesores, a personajes de gran prestigio, a estudiosos y a analistas. Pero en particular no quiere saber nada de las demandas de los estudiantes, que llegaron en multitud a pedirle que dialogara con ellos y que se hiciera cargo de lo que le solicitan para que la Universidad sea lo que ellos quieren y necesitan.
Martín terminó por cerrar para la comunidad universitaria todas las entradas de la Rectoría… pero lo peor es que tiene tapiadas las orejas.
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