Lo cierto es que después de 19 años de que se viene aplicando el cambio de horas durante más de la mitad del año, en el bolsillo de ningún ciudadano se percibe este “ahorro” y sí se han quejado cada día más habitantes de este sufrido país de que sus cuerpos y sus mentes se rebelan contra la modificación del tiempo de descanso y de trabajo.
De poco nos sirve en México ese adelanto, pues por nuestra posición dentro del trópico el cambio de horas de sol y penumbra es menos perceptible que en naciones norteñas como Estados Unidos y Canadá. Nuestro solsticio y nuestro equinoccio no son tan drásticos, y por eso en muchas partes de la República se tienen que levantar con la noche encima.
Ah, hay unos mexicanos afortunados: los sonorenses, que no sufren el horario de verano y se siguen tan campantes todo el año con su mismo tiempo, ése que tanto añoramos sobre todo en las mañanas y cuando tenemos que comer.
Los demás estamos fregados, andamos como zombis por la falta de cama y nos dormimos en el trabajo, en las reuniones, en el cine, frente al volante, durante siete meses del año.
Alguien ha llegado a reflexionar que la imposición de este horario es una medida para reducir la capacidad mental de la gente, de modo que no se ponga a pensar en lo mal que nos han gobernado unos y otros gobiernos, en la corrupción galopante, en la inseguridad, en los pendientes sociales.
Yo, entre sueños y meditaciones, como que sí lo creo, aunque tengo la esperanza de que la siguiente semana me desquitaré, porque voy a adelantar una rayita a la manecilla de mi reloj, y la vida me volverá a sonreír… a sus horas.
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