En este día y mes del año 1913 fueron asesinados Francisco I. Madero, Presidente de la República Mexicana, y el Vicepresidente José María Pino Suárez. El asesinato fue consecuencia inmediata de lo que en nuestra historia nacional se conoce como la “decena trágica”, que transcurrió del 9 al 18 de febrero de ese año –“decena” de 9 días-, a causa de la sublevación del general Manuel Mondragón y los también sublevados generales Bernardo Reyes (encarcelado como cabeza rebelde del Plan de la Soledad, de 16 de septiembre de 1911) y Félix Díaz (también en la cárcel, por su levantamiento en Veracruz, de 16 de octubre de 1912), quienes iniciaron una acción armada para derrocar al Presidente Madero. Reyes moriría casi de inmediato al querer tomar el Palacio Nacional, defendido por el general Gregorio Villar. Herido éste, Madero designó al general Victoriano Huerta para repeler la sublevación, no obstante que su hermano, Gustavo A. Madero, le habría alertado sobre la complicidad soterrada de Huerta con los levantados. La traición pactada se completaría con la participación activa del embajador americano en México, Henry Lane Wilson, quien incluso habría propuesto al presidente americano, William Howard Taft, la intervención armada en nuestro país.
Diversos historiadores señalan que, en su ánimo de reconciliar a la nación así como a los grupos y sectores militares y sociales que se habían enfrentado a partir de 1910, el Presidente decidió dejar intocado el ejército porfirista, procurando el desarme de los revolucionarios que le acompañaron en su camino hasta la Presidencia de la República (provocando la escisión de orozquistas y zapatistas, entre otros), con el propósito de evitar el sombrío desangramiento social de la nación que veía venir. Se sabe, por supuesto, de las convicciones democráticas del Presidente Madero, y de sus ideales de libertad en el más amplio sentido de la palabra, así como de su genuina fe en la reconciliación nacional; como también se sabe que, con la correlación de acciones políticas y fuerzas militares en que se encontraba, no podía haberle sido posible cumplir con sus ideas y aspiraciones más sentidas.
El 20 de febrero Madero y Pino Suárez fueron obligados a renunciar a sus encargos constitucionales, a petición de Pedro Lascuráin (Secretario de Relaciones Exteriores). Sujeto éste, a su vez, a las presiones de Huerta, con la renuncia firmada, Lascuráin nombró a Huerta Secretario de Gobernación y, de inmediato, renunció para dejar a éste el camino libre hacia la Presidencia, mediante una supuesta sustitución “constitucional”, con todos los tintes de ilegitimidad y usurpación que históricamente conocemos. Francisco I. Madero tenía sólo 15 meses de gobierno en febrero de 1913, y el día 22 de ese mes terminaría asesinado con engaños, cobardía y bajeza. Las nulas condiciones institucionales y la total indefensión personal con que enfrentó la muerte le ganaron el calificativo de “apóstol”, al precio de su sangre, la de su hermano Gustavo y la del Vicepresidente Pino Suárez. La indignidad de estos hechos traería el capítulo más funesto de la revolución mexicana, y abriría el larguísimo camino por la democracia que al día de hoy ha durado los 104 años transcurridos desde la muerte del “apóstol de la democracia”. Sin ninguna duda, siempre tendremos un compromiso con su memoria histórica y legado político. Conmemorémosla con respeto.
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