“A las dos semanas me fui a mi casa a convalecer pero me acompañaron la tortura de la ansiedad y el insomnio. Entre otras cosas porque me acusaban de robar más dinero del que en realidad robé. Las pocas veces que dormía tenía pesadillas y me despertaba gritando.
“Es ahí cuando piensas en el suicidio, pero te frustra darte cuenta que te faltan huevos para jalar del gatillo. También le pides ayuda a Dios con una vehemencia que no creías tener y maldices una y otra vez haber robado tanto.
“Al fin un amigo abogado se compadeció y se ofreció a llevar mi caso, pero me advirtió: ‘Es casi seguro que vayas a la cárcel y mi trabajo será lograr que te echen el menor número posible de años. No podré hacer más’.
“Saber que la prisión es inevitable, es un tormento que no le deseo a nadie porque te ahoga, te asfixia, descontrola tus sentidos y te aplasta.
“Cuando me negaron otro amparo me vine literalmente para abajo. Más tarde mi abogado me dijo que estaban por girar una orden de aprehensión en mi contra y que prácticamente no había nada que hacer.
“Fue cuestión de un par de días para que ingresara a la cárcel.
“Mi primera noche aquí no la puedo describir porque fue una de la más horribles y dolorosas de mi vida. No por lo que me fueran a hacer aquí adentro, que no me hicieron nada, sino por muchas cosas que aún hoy no me las puedo explicar. Cosas que tenían que ver con mi libertad perdida, con la frustración y la impotencia, con la vergüenza, con mis preceptos morales y religiosos, con mis padres, con mi infancia, con la humillación, con el escarnio, en fin… estuve a punto de volverme loco.
“Las siguientes noches fueron en el mismo tenor. A veces, cuando lograba cerrar los ojos tenía un sueño recurrente. Soñaba que estaba dentro de una cloaca y desde una rendija veía a mis amigos poderosos e influyentes bailar y beber sin acordarse de mi. Y por otro lado veía a mi esposa y a mis hijos bien fregados sentados en el quicio de una banqueta.
“Por ilógico que parezca, minutos después de que el juez me dictó el auto de formal prisión, llegué a mi celda, me dejé caer sobre la litera y por primera vez en meses dormí como un bendito.
“En un principio la cárcel te apabulla y conforme pasan los meses y los años terminas por acostumbrarte. Pero cuando te acostumbras a esto es que estás mal, muy mal.
“Llevo 18 años encerrado y me faltan dos para salir. Ahora mi miedo es enfrentarme al mundo que está allá afuera porque lo desconozco. Viejo, sin dinero y sin la posibilidad de conseguir trabajo ¿qué será de mi? De a poco en poco me fueron quitando todo, hasta lo que no me robé. No tengo amigos y mis hijos no están en posibilidad de ayudarme ni quieren hacerlo.
“Pero merecido me lo tengo por ambicioso y pendejo.
“Lo que me recrimino ahora en la soledad de mi celda, es haber perdido toda proporción mientras robaba. Tomé el robo como parte inherente de la política y seguí robando porque eran robos ‘legales y permitidos’. Incluso llegué a pensar que merecía lo que me robaba porque era un político muy trabajador.
“Lo que nunca me perdonaré, nunca, nunca, es haber pasado tantos años en prisión porque con eso le pegué en la madre a mi vida. A todos los días de mi vida, y a todos los días en la vida de mi familia.
“Quizá haya pagado el daño que le hice a la sociedad, pero nunca pagaré el que me hice a mi y el que le ocasioné a mi familia”.
Fin de la historia.
Duro final para un sujeto que en su tiempo fue un político muy poderoso y que, como paradoja, murió pobre, abandonado y en el olvido.
Si te fijas, lector, su vida se asemeja en mucho a la del preso Javier Duarte de Ochoa y a la de varios miembros de su gabinete que deben estar sufriendo los mismos trastornos que mi entrevistado, en vísperas de su irremediable detención.
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