El trágico episodio en el tramo conocido como Paso Express Tlahuica, en la autopista México-Cuernavaca, donde se registró un hundimiento que generó un enorme agujero al que cayó un auto, cuyos tripulantes perdieron ahí la vida, es clara muestra de que la corrupción también mata.
Y no hay otra manera de llamarlo. Sólo al existir actos de corrupción de por medio se puede explicar que una obra inaugurada hace apenas tres meses haya colapsado de la manera como sucedió con el Paso Express. Por lo que haya sido, acción u omisión, incapacidad o abierta intención de sacar ventaja económica con una obra mal hecha. Las consecuencias ahí están. Y pudieron ser peores.
Se trata del cuento de nunca acabar en México, donde la corrupción va de la mano de la impunidad. En este caso, y como era previsible, la empresa constructora, Aldesa, y la Secretaría de Comunicaciones y Transportes intentan eludir su responsabilidad, penal y política. Si ya hay un funcionario cesado –menor, por cierto, un delegado federal- es porque la presión social y mediática fue demasiado grande. De lo contrario, ni esa molestia se habrían tomado.
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Aunque suene a un socorrido lugar común, la corrupción es un cáncer que corroe el cuerpo de nuestro país, encarnado en sus instituciones, y que las mantiene permanentemente enfermas, débiles y vulnerables. Algunas, completamente inservibles, muertas.
En Veracruz padecimos, y aún padecemos, los efectos nocivos de la más obscena corrupción, que como una epidemia se diseminó los últimos dos sexenios. La docena trágica del fide-duartismo provocó una mar de dolor y muerte, cuyas consecuencias permanecen y se extenderán durante otras tres décadas. Mas lo que se acumule.
¿Quién podrá devolver la salud y hasta la vida a los pacientes a los que se les suministraron medicamentos caducos e incluso falsos? ¿Quién nos devolverá a nuestros compañeros y amigos asesinados por obra y/u omisión de políticos criminales? ¿Cómo recuperar la paz perdida luego de que entregaron el estado a la delincuencia?
La expectativa de que en Veracruz, como en todo el país, los corruptos paguen por sus fechorías, es sumamente baja, por no decir que nula. La simulación de la justicia que se aprecia en todos los actos de la política, en todos los niveles, provoca náuseas, desasosiego y, al final del día, apatía.
Y nada mejor se puede esperar cuando los actores políticos supuestamente emergentes, los que prometen el “cambio” y la “absoluta honestidad”, hacen pactos vergonzantes para garantizar impunidad a los mismos a los que dijeron que combatirían, o bien les ofrecen el “perdón” para recibirlos gustosos a su vera. Todo con tal de obtener, y permanecer, en el poder.
Mientras no exista un verdadero relevo en la clase política, en el que no se recicle a los mismos actores brincando de un partido a otro, de una lealtad a otra, de un interés a otro, podrán lanzarse todos los sistemas anticorrupción que se guste y mande, todas las reformas legales imaginables.
Seguiremos, invariablemente, socavados, carcomidos, como sociedad.
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