Y es que hay elementos de sobra para dudar sobre la intención de hacer verdadera justicia en el caso de Duarte, a quien dejaron hacer y deshacer todo lo que quiso durante el tiempo que estuvo al frente del gobierno de Veracruz, después le permitieron escapar y evadir la acción de la ley durante seis meses, y que ahora se muestra más tranquilo de lo que debería estar un reo cuya sentencia podría alcanzar más de 40 años de cárcel.
Porque aun cuando los delitos que tienen en prisión a Duarte son por los que lo denunció el Gobierno Federal, y éstos sí son categorizados como graves, habrá que ver si existen elementos suficientes para obtener de un juez una sentencia condenatoria.
Uno de los argumentos del propio Duarte y de sus abogados defensores es que ni su nombre ni el de sus familiares aparecen en ninguno de los documentos en los que se acredita la adquisición de bienes, por ejemplo, en el estado de Campeche, donde se le achaca la compra fraudulenta, a través de prestanombres, de terrenos ejidales.
Habrá que revisar minuciosamente las 19 pruebas –entre éstas, los testimonios de sus “amigos” Moisés Mansur, José Juan Janeiro, Alfonso Ortega López y Arturo Bermúdez- que presentó el gobierno mexicano para solicitar la extradición de Duarte de Ochoa, quien haciendo gala de su cinismo sociópata, no deja de mostrarse burlón y sarcástico, en extremos que llegan a lo soez al calificar el proceso en su contra como una “ilusión óptica” y declararse a sí mismo un “perseguido político”.
El daño causado por Duarte de Ochoa y demás secuaces al estado de Veracruz y a todos sus habitantes está más que comprobado. Es palpable, visible, doloroso y sus consecuencias se padecerán durante muchos años más.
Sin embargo, el temor de que su proceso judicial se trate de un mero engaño para después de un tiempo dejarlo libre e impune, está presente y causa azoro. Su confirmación sería el agravio final para todos los mexicanos y, sin temor a exagerar, el entierro del Sistema Nacional Anticorrupción, de todo el Sistema de Justicia Penal, y en suma, del sexenio de Enrique Peña Nieto. De paso, también sería un fracaso monumental para el gobierno de Miguel Ángel Yunes.
De ese tamaño lo que vale ahora la cabeza de Duarte, con todo y su sonrisa estúpida.
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