El desliz declarativo de Yunes Márquez, además de reflejar su desprecio por los votantes que creyeron en las promesas de campaña de su padre, es indicativo de algo que pervive en casi todas las campañas políticas: los ofrecimientos sin ton ni son de cosas que desde un principio los candidatos saben que no van a poder cumplir, por muy buenas intenciones que tengan.
¿O acaso Miguel Ángel Yunes Linares, con toda la experiencia acumulada en una carrera de casi 40 años en tareas relacionadas con la seguridad, no tenía idea de que era imposible pacificar al estado ya no digamos en los seis meses que ofreció, sino en todo su bienio? Seguramente sí lo sabía. Pero de lo que se trataba era de ganar la elección, no de ser honesto con los votantes. Aunque irónicamente, la honestidad fue –y casi siempre es- una de las principales banderas del proselitismo electoral. Y la primera en ser desechada una vez que se arriba al poder.
El gran problema es que a la hora de darle la cara a una realidad mucho más compleja de lo que se quiso reconocer en campaña, vienen las decepciones, lo que sería lo de menos. Lo que resulta verdaderamente trágico es que al asumir sus responsabilidades como autoridad, se comiencen a poner pretextos, a lanzar culpas por todos lados para evadir la incompetencia propia, llevando como resultado que nada o por lo menos muy poco sea lo que cambie.
Precisamente eso es lo que estamos escuchando en este incipiente periodo de “precampañas”: promesas y más promesas, la mayoría basadas en la expectativa del deber ser, más que en la concreción del poder ser. Se venden ilusiones. Total, ya cuando la realidad nos abofetee, el objetivo, obtener el poder, se habrá cumplido.
Volviendo al caso de Miguel Ángel Yunes Márquez, sabedor de que la actuación de su padre como gobernador no le sirve para presumir logros y beneficios para los veracruzanos, sino que por el contrario, le significa un lastre, lo exculpa de responsabilidad y asume que los ciudadanos que le otorgaron su confianza en las elecciones de 2016 fueron ingenuos por creerle. Pero al mismo tiempo, pide que a él sí le crean que puede hacer todo lo que su progenitor no.
Desgraciadamente, agarrar de pendeja a la gente es casi un deporte nacional para nuestra clase política.
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