En nuestro país, el tapado presidencial y el candidato a gobernador formaron parte de la cotidianeidad y subjetividad ligadas a las prácticas políticas de facto y a la legitimidad de las instituciones y de las autoridades, que persistieron hasta la ruptura de 2000, con los quiebres precedentes de 1968 (el 2 de octubre y la masacre de estudiantes), 1988 (la elección presidencial de Salinas de Gortari y la caída del sistema) y 1997 (derrota del PRI en la elección federal intermedia de ese año y pérdida de su mayoría absoluta en la Cámara de Diputados). En el año dos mil, las elecciones federales –preludiadas en apenas diez años por los antecedentes de triunfos electorales en Baja California, seguidos de los de Guanajuato, Chihuahua y San Luis Potosí (gobernadores del Partido Acción Nacional)– produjeron un cambio de partido en el poder (la presidencia 2000-2006 de Vicente Fox Quezada y la de Felipe Calderón de 2006-2012, ambos de extracción panista) y un gobierno dividido (congreso sin mayorías absolutas en ambas cámaras legislativas, que se mantuvo hasta antes de las elecciones del 2018), y trasladó el esquema de la lucha política de un ámbito intrapartidario a uno de carácter interpartidario.
El gradualismo practicado desde los 1930´s, por casi setenta años, encontró su ruptura en 2000 y dio paso a la transición partidocrática que duró, prácticamente, 18 años. En efecto, sobre todo desde 1988 al día de hoy, en torno a las fechas de las elecciones federales presidenciales o de las intermedias (cuando únicamente se eligen legisladores federales) y durante los periodos de sesiones legislativas, el debate político-discursivo ha incidido recurrentemente en la tópica del atemperamiento del modelo presidencialista, dado que con todo y cambio de partido en la presidencia de la república en el año que inauguró el siglo veintiuno, el sistema siguió siendo, estructuralmente, el mismo diseñado por la clase política posrevolucionaria de los 30´s y los 40´s del siglo veinte. Por eso al fenómeno político de gradualismo-ruptura-transición observado en nuestro país durante casi todo el siglo veinte, se le incorporó una forma de oferta político partidista en busca de dividendos públicos y publicitarios más redituables que otras retóricas: no hay sujeto político (partido o personaje) que se presente como organización de vanguardia o como actor que, para sobrepujar a los partidos contendientes, no resuma el debate de lo social y políticamente necesario en una propuesta fundamental: nuevo pacto social, reforma de fondo a la constitución federal, nueva constitucionalidad. La idea de nuevos códigos normativos siempre ha sido sugerente en el nivel constitucional, porque generalmente ofrece una nueva pauta simbólica y un discurso alternativo sobre los derechos humanos (ámbito dogmático) y las instituciones políticas (ámbito orgánico), que apertura debates con los partidos políticos, con los grupos de interés y, sobre todo, reverbera en los medios de difusión colectiva porque se prometen nuevas formas de hacer democracia. La diferencia con el pasado, incluso el reciente, es que se ingresó en un acuerdo ya no de personajes políticos, sino de partidos. ¿Por qué no una nueva constitución federal de una vez? Porque nadie podría “dominar” o “controlar” políticamente, en las circunstancias actuales, a un constituyente originario, dado que sus atribuciones fundacionales casi ilimitadas –jurídicamente– no tienen contrapeso y, en cambio, bajo la figura del constituyente permanente que posee la constitución federal, los partidos de mayor representación parlamentaria han podido aprobar modificaciones constitucionales de “eficacia” política, medida por el alcance de los acuerdos entre cúpulas de partidos… Seguiremos. |